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Alfa 52

En busca de los límites de la tabla periódica

A lo largo de siete décadas, laboratorios de investigación nuclear de Estados Unidos, Rusia, Alemania y Japón han extendido el número de elementos químicos hasta el 118, ahora intentan crear los elementos 119 y 120. Con este tema abrimos el último número de Alfa de este 2022.

En los reportajes divulgativos, te damos las claves para adentrarte en el mundo del metaverso y de la nueva versión del supercomputador español MareNostrum, que en 2023 verá la luz y permitirá avances espectaculares en diferentes áreas de investigación, como química, aeronáutica, biología molecular e incluso fusión nuclear.

Sin perder de vista la actualidad, abordamos también el Tratado de No Proliferación Nuclear y la reunión mantenida el pasado agosto en Nueva York por sus países firmantes. 

A través del resto de reportajes podrás conocer las medidas de protección radiológica que se aplican en veterinaria y recorrer los ecosistemas que se comportan como complejos castillos de naipes, donde cada especie es una carta y cuando alguna desaparece, todo el edificio se viene abajo.

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En busca de los límites de la tabla periódica

La tabla periódica de los elementos es la piedra clave de toda una disciplina, la química, ya que permite poner orden en el maremágnum de elementos, cada uno con sus propias características físicas y químicas. Aunque hubo otras aproximaciones, se reconoce la autoría de la tabla vigente al químico ruso Dimitri Mendeleiev, que la construyó para dar cabida a los 60 elementos químicos conocidos por entonces, hacia 1869. Hoy la cifra se ha extendido hasta los 118, casi el doble, y diversos laboratorios de Estados Unidos, Rusia, Alemania y Japón intentan extenderla aún más creando en sus instalaciones los que llevarán los números 119 y 120. Es una aventura de ciencia básica, para entender el comportamiento de la materia super densa y también para llegar a saber si existe un final, un límite inaccesible que cierre la tabla.

 Texto: Ignacio Fernández Bayo | Periodista de ciencia 

Y uri Oganessian es un físico ruso de origen armenio de 89 años que, al menos hasta el año pasado (en 2022 es difícil saber qué ocurre en Rusia), seguía yendo cotidianamente a trabajar en el Laboratorio Flerov de Reacciones Nucleares de Dubna, población situada a poco más de cien kilómetros al norte de Moscú. Aunque no ha sido galardonado con el premio Nobel asegura que prefiere el inmenso honor que ha recibido en vida: dar su nombre al elemento 118 de la tabla periódica, el oganesón, el más pesado de todos los conocidos. Según dijo en 2016, cuando la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC) decidió dar nombre a los últimos elementos incorporados a la lista, los premios Nobel te dan fama y reconocimiento, pero con los años ese fulgor va menguando hasta desaparecer; pero estar en la tabla periódica es un honor que perdurará a través de los siglos. 

Las normas no escritas, pero respetadas, sobre la concesión de nombres de los nuevos elementos por la IUPAC indican que se otorguen solo a científicos ya fallecidos, pero en el caso de Oganessian se pretendía compensar el nombramiento del elemento 106, seaborgio, concedido en 1974 en honor del norteamericano Glenn Seaborg, cinco años antes de su fallecimiento. En los dos casos sus merecimientos eran semejantes: entre ambos contribuyeron a colocar en la tabla periódica 16 nuevos elementos, de los 26 que se han incorporado tras ser generados en laboratorio (27 si incluimos el tecnecio, el número 43 de la tabla), desde que Seaborg, quien sí obtuvo además el Nobel de Química, sintetizó por primera vez el plutonio, allá por 1940. 

Aunque la tabla periódica creada por el ruso Mendeleiev en poco se parece a la actual, le sigue dando nombre porque tuvo la genial idea de entender que había que ordenar los elementos conocidos de acuerdo con el doble criterio de su masa y sus propiedades, aunque quedasen casillas vacías, que atribuyó a elementos aún desconocidos. Todas esas casillas, e incluso una nueva columna entera, la de los gases nobles, se fueron rellenando hasta los años 30 del siglo pasado. Por entonces, el uranio era el elemento conocido más pesado, pero ya se sospechaba que se podían crear nuevos elementos, los transuránicos, bombardeando uranio con neutrones y con partículas alfa. Así se consiguió, en Berkeley, el plutonio y el neptunio.

De competición a colaboración

En los años 40 y 50 se siguieron sumando nuevos elementos. La clave para su consecución era el uso del ciclotrón, un tipo de acelerador de partículas inventado por el químico Ernest Lawrence, de la Universidad de Berkeley. Por eso allí se sintetizaron muchos de ellos, de la mano del propio Lawrence, junto a Seaborg, Albert Ghiorso y otros científicos. La idea era acelerar iones de átomos ligeros hasta velocidades cercanas a la de la luz para hacerlos impactar sobre blancos formados por elementos pesados, primero uranio, luego plutonio, americio... y confiar en que en algunas ocasiones el impacto provocara la fusión de los núcleos de ambos elementos y se formaran los nuevos elementos. No es una reacción sencilla, ya que la mayor parte de las colisiones alteran la trayectoria de los iones o desplazan los átomos del objetivo. De hecho, los iones acelerados forman un chorro de aproximadamente un billón de núcleos por segundo y rara vez consiguen fusionarse. Los experimentos se prolongan durante varios días y los éxitos se producen con extremada lentitud. De media, entre el descubrimiento de un nuevo elemento y otro transcurren entre tres y cinco años. 

Mediados los años 50, la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética hizo acto de presencia también en este terreno y los soviéticos consiguieron adelantarse en la carrera con el descubrimiento de nuevos elementos en los laboratorios de Dubna. A finales de los años setenta apareció un tercer competidor en Darmstadt (Alemania), el Centro Helmholtz para la Investigación de Iones Pesados (GSI, por sus siglas en alemán), que se apuntó media docena de éxitos durante los ochenta y noventa. Los últimos elementos añadidos fueron fruto de la colaboración internacional surgida tras el fin de la Guerra Fría. Desde finales de los 90, los laboratorios rusos de Dubna realizaban los experimentos en sus potentes aceleradores y Estados Unidos aportaba los elementos utilizados, generados en sus laboratorios Lawrence Livermore y Oak Ridge. 

“En los 90 se desarrolló un nuevo método denominado fusión caliente, usando como proyectil calcio-48 sobre objetivos hechos con actínidos, lo que permitió el descubrimiento de los elementos 114 a 118. Pero para ir más allá se necesitan proyectiles más pesados que el calcio-48, ya que el californio es el elemento diana más pesado que podemos producir en cantidades suficientes”, dice Krzysztof Rykaczewski, investigador senior del Oak Ridge National Laboratory (ORNL) estadounidense. 

Cada nuevo elemento tiene un protón más que el anterior, por lo que es necesario que los elementos usados como proyectiles o los empleados como diana suban un escalón para que el resultado sea el buscado. Manteniendo como proyectil el calcio-48 se consiguieron el 114 (usando plutonio como diana), el 115 (con americio), el 116 (con curio), el 117 (con berkelio) y el 118 (con californio). 

El oganesón fue generado en 2002 (reconocido por la IUPAC en 2006) y aunque hubo dos elementos posteriores, el 117 (teneso) en 2010 y el 113 (nihonio, generado en 2015 en el laboratorio RIKEN de Japón), la búsqueda del 119 y posteriores parece haber sufrido un prolongado parón. Tras algún intento inicial llevado  a cabo en 2007 en Darmstadt, la búsqueda del 119 arrancó en 2017 pero diversas circunstancias han frenado los experimentos. Unas de índole global y otras derivadas de las dificultades inherentes al propio proceso. Según Christoph Düllmann, responsable del Departamento de Química del GSI de Dramstadt “Evidentemente, la pandemia afectó a nuestra área, pero no ha habido una ruptura en la investigación sobre elementos superpesados. Desde luego, debido a la prohibición de la presencialidad, la actividad de los aceleradores de los principales centros se interrumpió”. La situación geopolítica creada tras la invasión de Ucrania por Rusia también tiene consecuencias. Según Jim Roberto, antiguo director asociado del ORNL, durante años “hemos colaborado tanto con Dubna como con RIKEN. Mantenemos la colaboración con los japoneses, pero la colaboración para conseguir el 120 con Rusia está suspendida, tanto por cuestiones técnicas como por otra razones”, en velada alusión a la guerra en Ucrania. 

Y entre las dificultades del propio proceso de generación del 119 y el 120, el principal es encontrar los elementos adecuados. “Los últimos elementos fueron hechos con calcio, que tiene 20 protones. Aunque aún no comprendemos muy bien cómo se producen las reacciones con estos iones, el calcio ha funcionado muy bien. El 118 utilizó como diana californio, que es el elemento más pesado del que se pueden obtener suficientes cantidades actualmente. Para ir más allá del 118 se necesitaría usar como diana einstenio y fermio, que no se pueden producir en cantidades suficientes”, explica Düllmann. Además, se desintegran con rapidez, 20 días de periodo de semidesintegración el primero y entre 20 y 30 minutos el segundo (dependiendo del isótopo). Y a medida que se avanza en la tabla cada nuevo elemento es mucho más inestable. 

Si la diana no puede ser el siguiente elemento más pesado, la idea es cambiar el proyectil. “La cuestión es que no está claro cuál es el idóneo. Podría ser titanio o cromo, con una diana más ligera, o incluso níquel. La estrategia más adecuada aún no está clara, y las investigaciones para determinarlo llevarán bastante tiempo, dice Düllmann, que se muestra convencido de que se conseguirá el objetivo, aunque rehúsa estimar un plazo. 

Según Jim Roberto, “Dubna y RIKEN han desarrollado nuevas instalaciones para incrementar las corrientes del haz de proyectiles. Los japoneses están intentando producir el elemento 119 con vanadio-51 y curio-248, pero aún no se ha observado ningún evento. Dubna inició los experimentos para lograr el 120 pero encontraron problemas de contaminación en la diana. Este material, generado en el ORNL, ha sido reprocesado pero los experimentos no se han reanudado. El éxito de este abordaje requiere una corriente estable de titanio-50 como proyectil, cuya eficacia aún no se ha demostrado”

Por su parte, Darmstadt parece haber abandonado la carrera. Según Michael Block, responsable del Departamento de Física del GSI, “no podemos dedicar doce meses al año para intentar obtener algún resultado para conseguir añadir un protón a un núcleo. No es el foco de nuestra actividad científica. Creo que es mucho más interesante añadir neutrones a elementos superpesados ya conocidos”. Frente al honor de aparecer como el ganador de la carrera, de escaso valor científico en sí mismo, los alemanes prefieren estudiar a fondo las propiedades de algunos de estos superelementos ya conquistados. Así, han generado nuevos átomos de flerovio, el elemento 114, y han determinado, entre otras cosas, que se trata del metal más volátil, según han dado a conocer en septiembre de 2022 en la revista Frontiers in Chemistry.

Extender un peldaño la tabla periódica requiere grandes sumas de dinero y la dedicación y esfuerzo de grupos numerosos de científicos trabajando durante varios años. Los átomos obtenidos de los nuevos elementos son cada vez menos numerosos (a veces apenas tres o cuatro), desaparecen de forma casi instantánea y aunque no lo hagan no se pueden producir cantidades suficientes como para ser utilizados en ninguna aplicación práctica. ¿Vale la pena el esfuerzo? Para Block la cuestión no ofrece dudas, al menos desde el punto de vista de ciencia básica: “Investigar las propiedades de estos elementos es interesante porque son muy diferentes a los elementos conocidos. Tienen diferentes propiedades nucleares y químicas y queremos saber cómo se comportan”. 

Los confines de la tabla

Una pregunta que los científicos se han hecho desde hace décadas es si hay un límite para la creación de nuevos elementos, más allá del cual sea imposible avanzar. Desde un punto de vista teórico simple, siempre será posible concebir un núcleo que tenga un protón más que el anterior. Por un lado, existen problemas técnicos. Como ya se ha dicho, cada nuevo elemento exige utilizar elementos más pesados y la producción de algunos de ellos es complicada. Además, usar como proyectiles iones más pesados supone incrementar la energía necesaria para acelerarlos hasta la velocidad adecuada, en torno a una décima parte de la velocidad de la luz, y a partir de cierta masa esa energía no está al alcance de los ciclotrones utilizados. De ahí que Dubna haya construido uno nuevo. Cada paso incrementa las dificultades. 

Y luego están los límites impuestos por las propias leyes de la naturaleza, que no dependen ya de nuestra capacidad para construir mejores aparatos y fabricar átomos a voluntad. El célebre físico Richard Feynmann calculó en su día que el límite debía estar en torno al elemento 137, debido a los efectos relativistas. A medida que los núcleos se hacen más grandes, los electrones que los circundan deben moverse a mayores velocidades y a partir de cierto punto deberían moverse muy cerca del límite absoluto, la velocidad de la luz. Además, en ese rango los electrones incrementarían su masa de forma desorbitada. “El límite actualmente se sitúa más bien en torno al 174, pero es improbable que se pueda alcanzar y que semejante núcleo pueda vivir lo suficiente para llegar a ser un átomo”, dice Michael Block.

Un misterio añadido a la consecución del elemento 119 es que inaugurará una nueva línea en la tabla periódica, el octavo periodo. Con él sería necesario abrir un hueco nuevo también en las columnas a partir del elemento 122. No hay que olvidar que, aunque los elementos 58 a 71 (los lantánidos) y 90 a 103 (los actínidos) se suelen colocar fuera de la tabla para no extenderla horizontalmente en exceso, en realidad deberían ocupar columnas inexistentes para los periodos uno al cinco. De semejante manera, para albergar los elementos 122 al 138 deberían abrirse nuevas columnas. Y se inauguraría también un nuevo orbital, el g, para los electrones. Los científicos no están seguros de que sus propiedades sean semejantes a las de otros elementos más ligeros de su misma columna. “No se sabe si se extenderá la ley periódica o se modificará y esta es una de las motivaciones importantes para realizar este trabajo. De acuerdo con nuestro actual conocimiento, el 119 inaugurará probablemente una nueva serie, que tendrá que recibir un nombre, como ocurre con los lantánidos y actínidos”, dice Rykaczewski.

Es extremadamente difícil predecir qué ocurrirá; no está claro cómo interactuarán los diferentes orbitales. Incluso puede que ya no podamos llamar periódicos a estos elementos, porque su periodicidad se habrá perdido” dice Düllmann, refiriéndose sobre todo al 122 y posteriores. Este fenómeno se produce ya con algunos actínidos y lantánidos, que no se comportan de manera semejante a pesar de estar en la misma columna, por la mezcla de sus diferentes orbitales. Así, según Block, “el elemento 118 está en la columna de los gases nobles, pero no está claro que se comporte como ellos”. 

La carrera no ha hecho más que empezar y de momento tiene dos corredores, el equipo japonés del laboratorio Riken, el más reciente competidor, y el ruso de Dubna, que dedica a ese esfuerzo su nuevo y más potente ciclotrón, el DC-280, inaugurado en 2019, capaz de acelerar chorros de 60 billones de iones por segundo. Rota o suspendida la colaboración entre Rusia y Estados Unidos, quizás los americanos pongan en marcha ahora su propio proyecto. Y el GSI alemán prefiere, de momento, centrarse en el estudio más a fondo de los superpesados ya conocidos. En cualquier caso, la carrera será de larga distancia y quizás no se consigan resultados hasta finales de la década o más tarde, tanto por las dificultades técnicas como por los efectos de las crisis sanitaria, geopolítica y económica actuales. Pero nadie parece dudar de que los elementos 119 y 120 serán finalmente descubiertos.