CSN Las cuatro revoluciones de Alan Turing - Alfa 54 Revista Alfa

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Alfa 54

El uso de las radiaciones para tratar a los enfermos de cáncer ha recorrido una larga trayectoria, uno de los últimos avances es la teragnosis, una terapia personalizada, que prolonga la vida del paciente y reduce los efectos secundarios. Algoritmo es una de las palabras que mayor difusión han tenido en los últimos años, ya que se sabe que está detrás de muchas aplicaciones tecnológicas y cuya utilización suscita temores. 
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Las cuatro revoluciones de Alan Turing

Pocas veces la genialidad se ha mostrado de forma tan evidente y ha sido reconocida de manera tan amplia como en el caso de Alan Turing. A su muerte, poco antes de cumplir los 42 años y probablemente por suicidio, ya había revolucionado la ciencia de la computación, resuelto una de las cuestiones clave de las matemáticas, descifrado el código criptográfico de la sofisticada máquina Enigma (el sistema de comunicaciones del ejército de la Alemania nazi), puestos los pilares de la inteligencia artificial y propuesto un modelo matemático que explica el desarrollo de los seres vivos en su medio. Condenado por su homosexualidad, considerada como un delito en el Reino Unido por aquel entonces, sufrió un proceso de castración química que condicionó sus últimos dos años y probablemente fue la causa de su muerte. Quién sabe qué otras grandes aportaciones podría haber realizado sin ese fatal desenlace.

Texto: Ágata Timón G. Longoria | Matemática y periodista de ciencia 

E n 1935, el matemático inglés Max Newman impartió un curso avanzado sobre los fundamentos de las matemáticas en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Tres fueron las grandes preguntas que lanzó al nutrido grupo de estudiantes que atendían las lecciones, siguiendo el ambicioso programa propuesto por el matemático alemán David Hilbert para formalizar las matemáticas: ¿son completas las matemáticas? (Es decir, ¿es posible demostrar que cualquier afirmación matemática es cierta o falsa?). ¿Son consistentes? (Lo que equivale a preguntarse ¿existen proposiciones que sean, simultáneamente, verdaderas y falsas?). Y, por último, ¿son decidibles? (¿Existe un algoritmo capaz de demostrar que cualquier afirmación es cierta o falsa?). Seguramente, Newman no se imaginaba que una de las personas que tenía delante sería la que resolviera la tercera de estas cuestiones.

Desde que salió de aquel curso, Alan Turing (1912-1954), entonces estudiante de la Universidad de Cambridge, estuvo dándole vueltas a estos temas. La primera pregunta había sido resuelta, en 1931, por el matemático austriaco Kurt Gödel. Para decepción de los seguidores de Hilbert, creedores de que una formalización sólida de las matemáticas permitiría evitar incómodas paradojas que habían ido emergiendo a lo largo del siglo, la respuesta que dio fue negativa: un sistema consistente, capaz de describir los números naturales, no puede ser completo. Pero, ahora bien, se preguntaba Turing, ¿podría haber un algoritmo, es decir, una serie de instrucciones, que permitiera determinar si una afirmación cualquiera es verdadera o falsa?

Un año más tarde, Turing se presentó en el despacho de Newman y le entregó el primer borrador de un artículo que cambió el rumbo de nuestra sociedad: “On computable numbers”. No solo respondía a la cuestión fundamental planteada por Hilbert, de nuevo de forma negativa, sino que, además, sentaba las bases de nuestros modernos ordenadores. Fue su primera revolución.

Hasta este momento, los computadores eran, simplemente, calculadoras de operaciones aritméticas, diseñadas para resolver un problema concreto. Turing ideó un dispositivo –teórico– capaz de resolver cualquier tarea que se pudiera traducir a un listado de acciones e instrucciones. Es la llamada, por razones evidentes, máquina de Turing. Al introducir un dato de partida en la máquina, esta efectúa las operaciones correspondientes hasta dar con un resultado. Entonces, la máquina para y ofrece el cómputo obtenido. También puede suceder que el dispositivo no llegue a ningún resultado y continúe con sus operaciones para siempre, como cuando nuestros programas informáticos entran en bucle. Saber cuándo la máquina para o no, a partir de un cierto dato de entrada, es el problema de la Parada.

Pues bien, Turing probó que es equivalente la expresión “siempre sea posible resolver el problema de la parada” a esta otra: “las matemáticas sean computables”. A continuación, demostró que “no existe ningún procedimiento que permita determinar si un determinado programa, entendido como una secuencia finita de instrucciones, parará o no, con lo que resuelve el problema de la completitud”, explica Irene Díaz, catedrática del Departamento de Informática de la Universidad de Oviedo y experta en ciencia de la computación e inteligencia artificial.

Simultáneamente, un investigador de la Universidad de Princeton (EE UU), Alonzo Church, llegó a la misma conclusión de Turing en relación con el problema de la decibilidad. Su manera de alcanzar el resultado era totalmente diferente a la del inglés, pero, sin duda, sus investigaciones se solapaban. Por ello, Church invitó a Turing a Princeton. El intercambio de ideas podía ser muy interesante para ambos. En septiembre de 1936 Turing viajó hacia el nuevo continente. Después de algo menos de dos años, en los que desarrolló y amplió sus ideas sobre computación, Turing regresó a Europa –con la amenaza de la guerra cada vez más presente– con el título de doctor por la Universidad de Princeton.

En Inglaterra, tras unos meses de tensa calma como profesor en Cambridge, Turing prestó sus servicios al ejército aliado dentro de los equipos de criptoanalistas que trataban de descifrar las comunicaciones nazis. Los alemanes empleaban un dispositivo mecánico para codificar sus mensajes: la máquina Enigma. Según Maribel González Vasco, catedrática del Departamento de Matemáticas de la Universidad Carlos III de Madrid, “Enigma cifraba sustituyendo unas letras del alfabeto por otras, usando una regla extremadamente compleja que dependía de la configuración inicial de los componentes de la máquina”.

Una regla de sustitución establece una correspondencia entre símbolos que solo conocen los dueños de la máquina. Uno de los primeros cifrados conocidos de este tipo es el “cifrado del César”, que hace corresponder a cada letra la letra que ocupa un determinado número de espacios más allá en el alfabeto. Por ejemplo, un cifrado del César con un desplazamiento de 2, asocia la A a la C, la B a la D y así sucesivamente. “En el caso de Enigma el conjunto de reglas posibles era mucho más complicado y tenía un tamaño colosal; de modo que fuese imposible de deducirlas probando”, afirma González Vasco.

“Las reglas quedaban fijadas por la configuración de varios rotores y cables en la máquina, descrita por la ‘clave del día’, que cambiaba cada 24 horas”, detalla. El Ejército Aliado y en concreto, el grupo de Alan Turing, buscaba averiguar la configuración inicial de la máquina Enigma, disponiendo de mensajes cifrados. Era un trabajo a contrarreloj, ya que cada amanecer, volvían a la casilla de salida. Para ello emplearon ideas relacionadas con la teoría de grupos, una rama del álgebra que nació para entender los tipos de simetrías. “Se trataba de entender el grupo de permutaciones asociado a cada configuración de cada máquina; por ejemplo, el orden de sus elementos o sus subgrupos cíclicos más pequeños. Así, era posible reducir la búsqueda de las claves involucradas en cada transformación”, relata González Vasco.

Esta búsqueda se simplificaba gracias a las bombas, gigantescas máquinas que buscaban patrones en las comunicaciones nazis cifradas. Fueron ideadas por el equipo del matemático polaco Marian Rejewski, que se centraba en el análisis de la secuencia introductoria de los muchos mensajes interceptados. “Turing depuró la estrategia de Rejewski, centrándose en el análisis de patrones que no dependiesen de la configuración completa de Enigma, sino solo de los rotores. Coordinó de manera muy eficiente la mecanización del proceso a través de máquinas bomba cada vez más eficientes, diversificando sus tareas para adaptarse a las distintas versiones de Enigma utilizadas simultáneamente en distintas secciones del ejército por los alemanes”, detalla González Vasco.

Su arduo trabajo dio sus frutos: consiguieron un método para obtener diariamente la configuración de las máquinas y descifrar sus mensajes. Los Aliados podían adelantarse a los movimientos nazis, con la ventaja bélica que eso suponía. Sin embargo, todo aquello, que suponía su segunda revolución, quedó clasificado por razones de seguridad nacional, hasta muchos años más tarde, lo que le privó del reconocimiento público.

El siguiente gran problema que abordó el matemático fue una de las preocupaciones germinales en los inicios del desarrollo de los computadores, que nos ha acompañado hasta el día de hoy e incluso se encuentra de plena actualidad: ¿pueden las máquinas ser inteligentes? Turing se dio cuenta de que, para afrontar esta cuestión, la gran complicación era definir lo que era la inteligencia, por lo que decidió saltarse ese paso. Directamente, propuso un método para determinar si la inteligencia de una máquina era indistinguible de la de un ser humano cualquiera. Como suponemos que los seres humanos son inteligentes, también podríamos afirmar que la máquina lo es.

“Turing formuló lo que hoy se conoce como test de Turing, una prueba para determinar si una máquina es inteligente o no”, dice Irene Díaz. En este examen, se sitúa a un humano en una habitación y, en otra, una máquina o una persona. El humano hace una serie de preguntas y recibe, de forma telemática, las respuestas. Si no es capaz de distinguir si su interlocutor es una persona o una máquina, entonces la máquina habrá pasado el test de Turing. Hoy en día, tras años de vertiginoso desarrollo de la IA y grandes hitos, como ChatGPT, este enfoque puede sonar algo ingenuo, pero, “en su época el término de inteligencia artificial no estaba acuñado, ni tampoco existían ordenadores tal y como los conocemos hoy, de ahí que su aportación sea indiscutible”, señala Díaz.

Estas ideas son la base de los códigos capcha de verificación que se incluyen al enviar algunos formularios online. “También muchos programas anti-spam están basados en su famoso test”, añade la investigadora. Su trabajo fue publicado en 1950 en la revista Mind, bajo el título de Computing Machinery and Intelligence. Turing llevaba años, desde que estaba en Bletchley Park, pensando en estas cuestiones. De hecho, en febrero de 1947 impartió la que se considera la primera conferencia sobre inteligencia informática. Fue en la sede de la Royal Astronomical Society, en Londres, y habló de máquinas que no solo actúan de forma inteligente, sino que aprenden. Esta fue su tercera revolución.

En 1952, Turing fue arrestado y condenado por mantener relaciones homosexuales, lo que constituía un delito en la Inglaterra de la época. Turing había acudido a la comisaría a denunciar un robo en su casa, pero, como parte de su relato, afirmó haber mantenido relaciones sexuales con un joven, Arnold Murray, en tres ocasiones. Cada una de ellas suponía dos delitos criminales. En el juicio, Max Newman testificó a su favor: “Es una de las mentes matemáticas más profundas y originales de su generación”, afirmó.

Entre los castigos disponibles, Turing escogió someterse a un tratamiento de hormonación femenina, que se creía que reducía el deseo sexual y modificaba la orientación sexual, y cumplir un año de libertad provisional. “No hay duda de que saldré de todo esto como una persona muy distinta; eso sí, todavía no he descubierto quién”, dijo Turing. Pese a todo, en aquel periodo continuó trabajando, dando los primeros pasos en el campo de la biología matemática. Publicó, en la revista de la Royal Society, un trabajo sobre el crecimiento de los seres vivos, su teoría de su teoría reacción-difusión. Aquella fue su última revolución.

Dos años después, el 7 de junio de 1954, murió, poco antes de cumplir los 42 años. La muerte se consideró un suicidio, cometido ingiriendo una manzana contaminada con cianuro. Efectivamente, se encontró una manzana mordida cerca del cuerpo de Turing, pero nunca se hicieron pruebas para detectar cianuro en la fruta. En el cuerpo de Turing sí se halló, pero persisten diferentes voces, entre ellas la del escritor Jack Copeland, autor del libro Alan Turing. El pionero de la era de la información, que ponen en duda cómo llegó el veneno al organismo del matemático. Tampoco su madre, Sara Turing, creyó que se hubiera suicidado. En su biografía Alan M. Turing (Cambridge, Heffer, 1959), relata: “Estaba en la cúspide de sus capacidades mentales, con una fama creciente […]. De acuerdo con los parámetros ordinarios, tenía todos los motivos para vivir”.

Es imposible saber qué es lo que sucedió aquel día, pero aquel incidente no impidió que el trabajo de Turing siguiera revolucionando el mundo. Y poco a poco se fue conociendo su importancia y magnitud. En 2012 se celebró el año de Turing, con motivo del centenario de su nacimiento. En ese contexto, y gracias al trabajo de activistas por los derechos de la comunidad LGTBIQ+, Turing recibió el indulto real en agosto de 2014, con el propósito de que “a Turing se le recuerde por sus contribuciones durante la guerra y no por su posterior condena criminal”. También Gordon Brown, entonces primer ministro de Reino Unido, hizo pública una disculpa en nombre del Gobierno a Alan Turing. En su discurso afirmó: “Aunque Turing fue juzgado según la ley del momento y no podemos dar marcha atrás al reloj, su tratamiento fue, desde luego, absolutamente injusto, y me agrada tener la oportunidad de decir cuánto siento, cuánto sentimos todos nosotros, lo que le ocurrió”.