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Alimentos irradiados, la protección desconocida

 

Entre las tecnologías existentes para conseguir la mayor seguridad sanitaria y mantener la frescura de los alimentos se encuentra la irradiación, propuesta hace más de un siglo y desarrollada a partir de los años cuarenta, cuya implantación se ha visto tradicionalmente frenada por la desconfianza que provoca en los consumidores todo cuando tenga que ver con las radiaciones. Sin embargo, aunque lentamente, su utilización va ganando presencia en los mercados internacionales debido a las ventajas que ofrece frente a otras alternativas.

Texto: Vicente Fernández de Bobadilla | Periodista de ciencia 

Hubo un tiempo en el que los alimentos irradiados se consumían, sobre todo, fuera de nuestro planeta. Desde las primeras misiones del programa espacial, raciones de vacuno, cerdo, pavo ahumado y corned beefsometidas a irradiación formaron parte de la dieta de los astronautas. Los acompañaron en las cinco misiones a la Luna; se compartieron con los cosmonautas en la misión conjunta Apolo-Soyuz. Y todavía hoy, con una variedad de sabores e ingredientes cada vez más amplia, forman parte de la dieta cotidiana en las lanzaderas y en la Estación Espacial Internacional.

La selección de estos alimentos para la dieta en el espacio no fue fruto del capricho ni de un deseo de experimentar sus efectos en el organismo de los astronautas. Todo lo contrario: una operación de tan alto riesgo como las primeras misiones a la Luna no podía incrementar sus posibilidades de fracaso introduciendo comida que pudiera dar lugar a problemas de salud en sus consumidores; algo tan trivial en Tierra como una descomposición estomacal puede convertirse en una seria complicación en el confinamiento de una cápsula espacial. Los alimentos irradiados se eligieron, precisamente, porque ofrecían la mayor garantía contra la presencia de cualquier agente patógeno.

Esta es la paradoja: mientras que su consumo en el espacio lleva décadas siendo aceptado con pleno consenso, en la superficie de la Tierra se siguen contemplando con una combinación de sospecha y desconocimiento. Su grado de autorización depende de la legislación alimentaria de cada país —Estados Unidos encabeza los índices de permisividad—, y muchos potenciales consumidores se echan para atrás cuando ven la palabra radiación asociada a estos productos. Hay objeciones sobre posibles perjuicios para la salud, algunas con una base más racional que otras. La exigencia de un etiquetado que establezca claramente cuándo un alimento ha sido irradiado es casi universal, pero la dinámica del comercio internacional ha originado casos de importación a algunos países —España entre ellos— sin la etiquetación correspondiente, con el consiguiente alarmismo que en la opinión pública puede causar la inquietud de haber ingerido de forma involuntaria comida sometida a radiaciones.

Y, sin embargo, se sigue irradiando comida. Cada vez más, y con distintos propósitos. 700.000 toneladas en 2013 de acuerdo con estimaciones de la división mixta de Técnicas Nucleares en la Alimentación y la Agricultura FAO/OIEA, en un mercado cuyo crecimiento anual se sitúa, sacando la media de diversos informes, en un 4 %. Casi parecería que el volumen de irradiación de los alimentos es inversamente proporcional al interés por poner al alcance de los ciudadanos información exacta y contrastable sobre en qué consisten exactamente unos productos que ganan en ubicuidad año tras año, y a los que será progresivamente más difícil mantener lejos de la estantería del supermercado.

Y sería de agradecer ese esfuerzo, aunque sólo fuera para extender la información de que la conveniencia de la comida irradiada se apoya en una sólida base científica y legislativa. En 2017, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con 171 estados miembros, publicó su Manual de Buenas Prácticas para la Irradiación de Alimentos, dirigido principalmente a la industria, pero con pistas de interés para el consumidor: la irradiación queda definida en sus páginas como “una de las pocas tecnologías alimentarias capaces de mantener la calidad de los alimentos y resolver los problemas de inocuidad y seguridad sin afectar significativamente a sus características organolépticas o nutricionales”. El OIEA también recuerda, como hacen otros muchos organismos internacionales, que este procedimiento es el mismo que se emplea en hospitales para esterilizar tanto el equipamiento médico como los elementos desechables y suministros sanitarios que el personal utiliza en su rutina diaria, de forma que su posterior recogida y tratamiento no lleve consigo la aparición de agentes infecciosos.

Pero son necesarias algunas precisiones: no toda la irradiación de alimentos sigue el mismo procedimiento ni se lleva a cabo con la misma intensidad. La cantidad de radiación aplicada se mide en kilograys. El gray es la unidad que define la absorción de un julio de energía de radiación ionizante por kilogramo de materia. Existen tres rangos de intensidad de radiación, cada uno con un propósito definido. El más bajo va de 100 grays a un kilogray, y entre sus objetivos está inhibir la germinación en patatas, cebollas y ajos, retrasar la maduración en bananas y papayas, incapacitar la reproducción de los insectos en los productos frescos y eliminarlos en el pescado fresco, las frutas desecadas y las legumbres, e inactivar a los parásitos en productos cárnicos, frutas y hortalizas frescas. En el rango de 1 a 10 kilograys se busca reducir el número de organismos que generan la descomposición en las fresas; prolongar el periodo de conservación en carnes y pescados refrigerados y comidas preparadas; inactivar microorganismos en carnes, pescados y mariscos refrigerados o congelados y en frutas y hortalizas precortadas; y reducir la contaminación microbiológica en especias e ingredientes de alimentos desecados. La categoría superior, con valores por encima de 10 kilograys, se reserva para los casos en los que se requiere esterilidad completa, como la dieta hospitalaria y los ya citados alimentos para astronautas.

Normativa internacional

En cuanto a los tipos de radiación que se utilizan, están determinados por la norma general del Codex Alimentarius, una compilación de normas creada por la FAO y la OMS para garantizar la inocuidad, la calidad y la equidad en el comercio internacional de alimentos. Son básicamente tres tipos: rayos gamma procedentes de los radionucleidos 137Cs y 60Co, electrones acelerados (formando haces de electrones), con una energía máxima de 10 MeV (millón de electronvoltios), y rayos X, con una energía máxima de 5 MeV (en Estados Unidos este nivel está autorizado hasta 7,5 MeV). La efectividad del sistema depende del tipo e intensidad de la radiación utilizada, y de la resistencia del organismo a la misma. Cuanto más complejo sea éste, más sensible será a la irradiación, ya que su actividad es más vulnerable a las alteraciones. No hay que olvidar que los virus, que son la forma de vida más sencilla que existe (hasta el punto de que no se consideran seres vivos propiamente), son también la más difícil de destruir. 

Adentrándonos en la historia de esta técnica, sorprende descubrir que sus antecedentes tienen más de un siglo de antigüedad y que en 1895, el mismo año en que Henri Becquerel descubrió la radiactividad, una revista médica alemana ya publicaba un artículo considerando el uso de radiaciones ionizantes para destruir microorganismos patógenos en la comida. En 1905 se registraron las primeras patentes estadounidenses y británicas con este fin, y entre las ventajas enumeradas en el proceso se incluía que haría innecesario el uso de aditivos químicos. La idea no fue mucho más allá debido a los enormes costes que implicaba el proyecto, y a la escasez de radio, por aquel entonces la única fuente conocida de radiaciones ionizantes. Quedó arrumbada, pero no olvidada.

Aunque suele hacerse coincidir en el tiempo la recuperación del interés por los alimentos irradiados con lo que podrían llamarse los años dorados de la era atómica —coincidiendo con el inicio de la década de 1950—, ya en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se estaban dando los primeros pasos. El largo conflicto había vuelto a poner sobre el tapete la necesidad de mejorar la eficacia de aspectos concernientes a la logística militar, entre ellos la antigua máxima de Napoleón según la cual los ejércitos marchan sobre sus estómagos; la lucha contra el nazismo había propiciado escenarios suficientes que mostraban la conveniencia de asegurar la alimentación de las tropas en escenarios de batalla alejados, cuando no completamente aislados, de los cuarteles y centros de abastecimiento. La comida enlatada, y a veces congelada, eran los recursos más habituales. Pero el resultado de investigaciones recientes indicaba que la carne y otros alimentos podían ser esterilizados por el uso de altas energías, un proceso que además aumentaba su tiempo de conservación. En 1950, el tema había despertado el suficiente interés como para que la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos (USAEC por sus siglas en inglés) iniciara un programa coordinado de trabajo sobre el uso de radiaciones ionizantes con este fin. Para entonces se contaba ya con un acceso más sencillo a las fuentes de radiación ionizante y la USAEC facilitó a los investigadores barras de combustible nuclear gastado procedente de los reactores.

La buena marcha de los trabajos les fue confiriendo un carácter cada vez más oficial y amplio, hasta que en 1958 la autoridad sobre el proceso de irradiación de los alimentos pasó a manos de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA por sus siglas en inglés). Cuando otros países, como Francia, Reino Unido, Canadá, Bélgica, Rusia y Alemania, emprendieron sus propias líneas de investigación, se hizo evidente la necesidad de un organismo internacional que unificara la información sobre los avances e hiciera frente a posibles preocupaciones y polémicas. En 1970 se constituyó el Proyecto Internacional sobre Irradiación de Alimentos (IFIP por sus siglas en inglés) con sede en Alemania, bajo el auspicio del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y la FAO, formado inicialmente por 19 países y con la Organización Mundial de la Salud como organismo asesor, que estaría activo hasta 1982.

Lenta introducción Mientras tanto, los primeros alimentos irradiados habían comenzado a llegar a los comercios a finales de los años 70, con una oferta inicial escasa y sin embargo variada: el mercado de especias y condimentos fue uno de los primeros en adoptar de forma masiva los procedimientos, pero también se vendían ancas de rana irradiadas en Francia y Bélgica, mariscos en Asia y cebollas y patatas en diversos países. En los años 80 comenzaron a venderse en Chicago fresas irradiadas procedentes de Florida; la respuesta de los consumidores fue altamente positiva, ya que las encontraban de mejor sabor. Estados Unidos parecía el mejor campo de pruebas, dada la gran distancia que algunas frutas frescas tenían que recorrer desde su fértil estado de origen hasta sus puntos de destino. Así llegaron otras iniciativas, como importar papayas irradiadas desde Hawai a Minnesota. El cambio de milenio fue el punto de inflexión a partir del cual la irradiación de alimentos comenzó a popularizarse, pero también lo hizo la desconfianza hacia sus efectos, y de ahí nacieron las exigencias de que llevaran una etiqueta que permitiera su identificación por el comprador.

No podía negarse lo legítimo de algunas de estas preocupaciones, entre las que destacaban el riesgo de que la radiación provocara mutaciones que aumentaran la peligrosidad de los agentes patógenos, matara a las bacterias presentes en la putrefacción de la comida que nos advierten de cuando un alimento no está en buen estado, o afectara a los nutrientes. Las investigaciones realizadas por la FDA desestimaron todos estos casos: la radiación reduce la cantidad de microbios por debajo de los niveles detectables y se ha comprobado que los que sobreviven tienden a ser menos resistentes al calor, por lo que terminan de desaparecer durante el proceso de cocinado; también se demostró que el proceso no afectaba a la actividad de las bacterias de putrefacción. En cambio, sí se detectaron, en el caso del vacuno irradiado, descensos en el nivel de vitamina B1, pero la cantidad inicial de esta vitamina en la carne es tan reducida que este descenso no afecta a la salud del consumidor.

Etiquetado

En cuanto al etiquetado, éste debe figurar, según las normas establecidas por el Codex, cerca del nombre del alimento, advirtiendo de que ha sido tratado con radiación ionizante. El símbolo que lo indica se conoce como Radura y fue creado en los Países Bajos a finales de la década de 1960. Debe estar presente también al lado del nombre de todos los alimentos elaborados que contengan más de un 5 % de un ingrediente que haya sido irradiado, que además deberá figurar como tal en la lista de ingredientes.

Pero no veremos de momento demasiadas de esas etiquetas en los supermercados españoles. Por un lado, Europa es el continente que más tarde ha llegado a la irradiación, y sus cifras palidecen comparadas con las de países punteros, como Estados Unidos. Según el informe de la Comisión Europea sobre alimentos e ingredientes tratados con radiaciones ionizantes, de 2015 —el más reciente de que se dispone—, en Europa se irradiaron 5.685,9 toneladas, un 5,7 % de las cuales lo hicieron en las tres instalaciones autorizadas que hay en España. La producción española de alimentos irradiados se limitó a hierbas aromáticas, especias y condimentos vegetales secos. Estos son los únicos productos que están autorizados a nivel de la Unión Europea, aunque cada país puede ampliar la lista con los que considere más oportunos. Por ejemplo, Bélgica, el país más activo en irradiación, con un 68,8 % del total europeo, incluye también gambas congeladas, peladas o decapitadas; aves de corral y las inevitables ancas de rana, que por su parte acaparan la totalidad de la comida irradiada en Francia. Por su parte, la FDA ha aprobado en Estados Unidos la irradiación de carne de vacuno y cerdo, mariscos y moluscos, frutas y verduras frescas, aves de corral y huevos con cáscara.

Que la comida irradiada ha llegado para quedarse es una evidencia; queda por ver si los países europeos intensificarán su participación en este mercado hasta ponerse a la altura de los más permisivos. Y, considerando los casos, pocos pero llamativos, de alimentos irradiados que se han vendido en España sin la debida etiquetación, queda por asegurar que no vuelvan a producirse excepciones. La irradiación de alimentos es segura, no es perjudicial y se va haciendo cada vez más necesaria, pero, con todo, de acuerdo con los expertos, siempre debe prevalecer el derecho del consumidor a saber con exactitud lo que tiene en su plato.