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La batalla contra la desinformación científica en el mundo digital

Los bulos sobre ciencia y salud inundan las redes sociales y las aplicaciones de mensajería. Su número y su difusión se han multiplicado de forma especialmente intensa durante la pandemia de la covid-19. Nuestra forma de pensar y nuestros sesgos nos dificultan la defensa ante este fenómeno que tanto la psicología como el periodismo tratan de entender y combatir. La regla más sencilla para evitar caer en las trampas que nos tienden es aplicar siempre el espíritu crítico y tratar de verificar la realidad de lo que nos llega a través de los canales digitales.

Texto: Rocío Benavente | Periodista científica

Hacer gárgaras con agua salada previene la infección por coronavirus. Las vacunas no son seguras ya que causan enfermedades muy graves, como el autismo. Las terapias alternativas, como la homeopatía o la hidroterapia de colón, funcionan. Beber una disolución de clorito de sodio, un tipo de blanqueante industrial, es una forma de prevenir y curar todo tipo de enfermedades, desde el sida hasta el ébola. Las estelas que se ven en el cielo son el rastro de fumigaciones secretas.”

Todo esto son afirmaciones pseudocientíficas (o directamente acientíficas) que es fácil encontrar en internet y que podrían suponer un peligro para la salud de quien las crea. Algo que no es ni mucho menos imposible: para mucha gente, no está claro que noticias no son ciertas ni por qué. La desinformación es un riesgo social en un momento en el que cumplir con las recomendaciones científicas y sanitarias es más importante que nunca. Aunque en teoría la enunció por primera vez unos meses antes, en mayo de 2014 fue cuando la (informalmente) llamada Ley de Brandolini cobró fama y fuerza en las redes. Esa ley, acuñada por el informático italiano Alberto Brandolini, asegura que “la cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez es un orden de magnitud superior a la necesaria para producirla”. Cargada de humor, pero con mucha razón, esa es una buena descripción del trabajo que hacen los factcheckers (comprobadores de datos), periodistas especializados en la verificación de datos y el desmentido de la desinformación (un término preferible al popular fake news, que ha adquirido un tinte político y que, por ello, magnifica el problema), un trabajo que se ha hecho cada vez más relevante en los últimos años. 

Las dificultades del combate

Desinformación hay en todos los ámbitos, pero el trabajo de los comprobadores de datos sube un escalón más, en términos de dificultad, cuando lo que se trata es de verificar información científica y desmentir bulos relacionados con salud, enfermedades, alimentación, medicamentos, estudios, ensayos clínicos… y también con otros temas complejos, como cambio climático, la generación de energía, la ingeniería genética, la clonación, las radiaciones y otras cuestiones. Estos temas, cada vez más presentes no solo en la actualidad informativa sino también en las preocupaciones cotidianas de la ciudadanía, necesitan de una perspectiva científica que asegure que la información que se le transmite sea correcta y comprensible y sirva para tomar las mejores decisiones, contrarrestando esa corriente de desinformación que siempre ha existido pero que con la multitud de voces presentes en internet y las redes sociales ha cobrado virulencia y ganado seguidores.

Carolina Moreno, catedrática de Periodismo de la Universidad de Valencia, que actualmente investiga la difusión de desinformación científica en el contexto de la pandemia actual, explica que “los bulos parece que han sido una constante a través de los siglos. El problema que existe en estos momentos es cómo se diseminan y, en ese sentido, son supersónicos. Sobreinformación, desinformación, falta de información, bulos, noticias falsas, montajes, falacias, todo ello se recibe diariamente a través de canales diversos y pueden tener consecuencias directas sobre la salud”.

La actual pandemia de covid-19, causada por el virus SARS-CoV-2, es un ejemplo de este fenómeno, la tormenta perfecta de desconocimiento, miedo, incertidumbre y desinformación, a la que además se une otra característica que ha influido en este fenómeno, el hecho de que gran parte de la población haya permanecido o aún permanezca confinada en su casa y pegada a su smartphone. La difusión de bulos y mentiras a través de las redes sociales y aplicaciones de mensajería se ha disparado. Maldita.es es un medio de comunicación dedicado a la verificación de información, con una sección específica para la desinformación científica. A través de su número de WhatsApp, los usuarios pueden enviar aquellos contenidos que reciban o se encuentren y cuya veracidad no puedan confirmar por sí mismos. Según declara su cofundador, Julio Montes, durante la pandemia de covid19 han pasado de recibir unos 200-300 mensajes diarios a más de 1.500. En el momento de redactar este reportaje, habían recopilado y desmentido, con cifras y fuentes reconocidas, más de 500 bulos y contenidos falsos relacionados con la epidemia. 

El objetivo de los bulos

En algunos casos es muy sencillo intuir por qué alguien pone en circulación un bulo. Por ejemplo, cuando lo que se trata es de vender un remedio médico sin evidencias, o cuando se quieren conseguir determinados datos bancarios del receptor. También cuando se lanzan titulares engañosos que quieren atraer lectores a base de mentiras o medias verdades. En el ecosistema de los medios digitales, a menudo los clics de los lectores significan ingresos publicitarios. La búsqueda de beneficio económico está detrás de mucha desinformación. Otras veces la desinformación trata de influir en una batalla ideológica concreta, ya sea política o de otros ámbitos: deportiva, con el enfrentamiento entre seguidores de distintos equipos; social, con argumentos a favor o en contra de la inmigración; o científica, cuando se toman posiciones en debates como los de la conveniencia o no de la vacunación o el uso de las llamadas terapias naturales. Pero existe un tercer tipo de desinformación en base a su objetivo, y es el más difícil de entender: aquellos bulos que aparentemente no benefician a nadie, que mandan alertas falsas, tergiversan noticias en apariencia inocuas o recogen intrincadas teorías de la conspiración. Bulos que parece que solo buscan aumentar el caos y la confusión. Mentiras cuyo único resultado final es que ya no sepamos qué o a quién creer. Son los bulos de este tercer grupo los que resultan más difíciles de combatir, precisamente porque si no entendemos por qué nos mienten nos cuesta más ponernos en alerta. Pero su objetivo es precisamente minar nuestra confianza en el entorno informativo, que no sepamos ya en quién podemos confiar, difuminar la línea entre lo que es verdad y lo que es mentira, de forma que ya todo sea ambas cosas y por tanto no importe demasiado. Es lo que llamamos la era de la posverdad, y funciona: hay estudios, como el titulado “How exposure to conspiracy theories can reduce trust in goverment”, realizado por Katherine Levine Einstein y David M. Glick, profesores de Ciencia Política en la Universidad de Boston, que demuestran que simplemente estar expuestos a este tipo de mensajes hace que perdamos confianza en las instituciones, en los medios de comunicación o en la ciencia. 

¿Por qué somos tan crédulos?

No es esa la única razón por la que la desinformación científica arraiga con fuerza. Ramón Noguera es psicólogo y autor de Por qué creemos en mierdas, un libro en el que analiza precisamente eso, por qué asumimos creencias que muchas veces no tienen ninguna base sólida ni están apoyadas por la lógica. En su opinión, se trata de un conjunto de motivos lo que nos lleva a esta situación. “Procesamos la información de manera emocional y no objetiva, y aquellas cosas que son relevantes emocionalmente (especialmente las negativas) reciben una atención desproporcionada; porque somos muy susceptibles a la presión grupal; y porque llevamos muy mal la incertidumbre, el no saber, y tenemos que explicarnos el mundo y a nosotros mismos; somos más propensos a inventar y defender una creencia que a decir, simplemente, ‘no lo sé’”. El problema además es que Brandolini tenía razón con su famosa ley: una vez que creemos en algo, por absurdo que pueda parecer desde fuera, el esfuerzo necesario para desmentirlo y que dejemos de creerlo es enorme, mucho mayor del que hizo falta para hacérnoslo creer en un principio. Noguera señala un fenómeno llamado disonancia cognitiva como la base de esta dificultad para convencernos de que lo que creemos es falso y absurdo: “esta disonancia es el malestar que experimentamos cuando mantenemos dos cogniciones que son incompatibles entre sí, por ejemplo, considerarnos inteligentes y tener evidencia de que creemos en algo falso. En esas situaciones, tendemos a intentar reducir o eliminar esa disonancia de diversas maneras, una de las cuales es tratar de encontrar maneras de mantener esa creencia”. Y en esto participa otro truco que nuestro pensamiento se saca a menudo de la manga: el sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a buscar y prestar más atención a la información que confirma lo que creemos que a la que lo desmiente. “Ese sesgo a menudo nos impide procesar la información contraria, que suele ser descartada”. Lo de creer en bulos, además, “no está relacionado con el nivel de formación que tenga una persona. De hecho, para muchos temas sobre pseudoterapias, las personas con mayor formación son las que muestran una mayor tendencia al uso de estos ‘remedios alternativos’.

Es decir, no está relacionado el conocimiento con la percepción de los bulos. Ocurre lo mismo con las teorías conspiranoicas, que no tienen un patrón sobre la formación educativa”, añade Carolina Moreno. La mejor forma de convencernos La lucha contra la desinformación y los bulos se ha convertido en un tema de conversación habitual y polémico en la esfera pública y política: por un lado, está el innegable derecho de la ciudadanía a una información fiable; por otro, lo oportuno (o no) de que desde el poder ejecutivo y legislativo se intervenga en una materia que roza de forma delicada con otro derecho fundamental como es el de la libertad de expresión. ¿Se puede por ley perseguir la creación y difusión de bulos? Y en caso de poder hacerse, ¿se debería hacer? ¿Quién decide qué es un bulo y qué no lo es? Mientras tanto, son otros los ámbitos que tratan de entender mejor y poner solución a este problema, principalmente la psicología, analizando qué hace falta para que dejemos de creer en la desinformación; y el periodismo, que busca formas más eficaces y útiles de informar y contrarrestar la desinformación. Ambos dan un mensaje algo desesperanzador: no hay una forma infalible y la tarea es complicada. Desde ese primer ámbito, Noguera explica que vencer esa disonancia cognitiva no es sencillo y que a menudo ofrecer los datos correctos no es suficiente, así como que la beligerancia y el desprecio por los argumentos falsos no ayudan. 

Aborda la opinión del otro como si pudiera ser válida, sin atacarla, y en vez de presentar tú tus argumentos, trata de hacer que el otro tenga que explicar las inconsistencias en sus propias ideas. La fórmula «¿Si esto es como dices, entonces por qué/cómo es que…?» hace maravillas. Leon Festinger, el psicólogo social que describió y demostró el fenómeno de la disonancia cognitiva, ya señalaba que el mejor desmentido viene de señalar los propios errores en la argumentación del otro y dejar que su propia duda vaya haciendo el trabajo. La gente puede cambiar de idea y muchas veces es más fácil cuando sienten que han sido ellos quienes han llegado a esa nueva opinión. Es importante mostrar empatía y hacer ver que entiendes cómo tu interlocutor ha llegado a formar esa opinión.” Moreno coincide con Noguera en que tomarse el tiempo necesario para dialogar con empatía es clave para desmontar creencias erróneas relacionadas con la salud y pone como ejemplo a los padres que prefieren no vacunar a sus hijos: “Hace poco leí en un estudio [...] que explicaba que si a todo el mundo se le argumentara que, por ejemplo, por cada millón de niños vacunados, solo hay uno que probablemente moriría y diez, que tendrían efectos secundarios graves, pero que los 999.989 restantes estarían perfectamente sanos y protegidos, y que además el hecho de que vacunen a sus hijos salvaría más vidas que si no lo hicieran; solo entonces se podría conseguir que algunos de esos padres realmente modificaran sus opiniones en base a una explicación basada en el diálogo y en la evidencia”. Sin embargo, reconoce, no siempre se tienen el tiempo o los conocimientos para resolver las dudas concretas de cada persona, y estas pueden terminar tomando decisiones basadas en esas creencias igualmente. 

Contra la desinformación

En el caso del periodismo, Pampa García Molina, responsable de la agencia SINC, especializada en información científica, explica que desmentir creencias erróneas siempre ha sido parte del trabajo periodístico. “Uno de los artículos más leídos de nuestra historia se titulaba Verdades y mentiras sobre el champú de caballo, que puso a la venta una cadena de supermercados y se le atribuían todo tipo de propiedades maravillosas. Había que informar a la población de cuáles eran reales y cuáles no”. Dentro del periodismo, la especialización de los fact-checkers está orientada precisamente en esa dirección, en la de poner las herramientas clásicas de la profesión (la consulta de fuentes y la documentación original) y otras más novedosas (como el manejo de bases de datos o la visualización multimedia) al servicio de la comprobación y el desmentido de bulos. “Lo que hacemos no es tan diferente del periodismo científico, digamos, convencional: llamamos a expertos, leemos artículos publicados en revistas científicas, buscamos lo que dice el consenso científico y las autoridades sanitarias y lo explicamos de la forma más útil y comprensible posible”, explica Laura Chaparro, periodista científica de Maldita.es. Esto no siempre es tan sencillo cuando hablamos de ciencia: las evidencias son provisionales, los consensos cambian y el conocimiento se construye paso a paso en un proceso que nunca está del todo cerrado. Lo que se sabe hoy puede cambiar mañana, como se ha demostrado durante los meses de la pandemia una y otra vez. Transmitir información fiable sin descartar la naturaleza cambiante de la misma es parte del esfuerzo por ser útiles e incluso pedagógicos, añade Chaparro. El proceso de trabajo en este caso sí es diferente del que siguen otros periodistas: la verificación no parte de un hecho noticioso ligado a la actualidad, sino de la desinformación circulante, de datos confusos o afirmaciones falsas o descontextualizadas. A menudo se trata de verificar cosas que no son necesariamente novedosas, sino que están arraigadas en la tradición popular. 

¿Desmentir todos los bulos?

Y aquí entra en juego un dilema común en esta tarea: ¿es necesario desmentir cada bulo, por pequeño que sea? ¿No será más dañino dedicar tiempo y atención a algunas desinformaciones si estas han pasado relativamente desapercibidas que entrar a desmentirlas y con eso darles una visibilidad que antes no tenían? Julio Montes explica cómo se maneja esta cuestión en una redacción dedicada a la verificación: “Siempre hay que valorar y medir cuándo se desmiente. No entramos a verificar lo que no es viral a no ser que veamos que es algo que puede generar alarma o que es peligroso para la salud, pero sí sabemos que la rapidez es muy importante no solo para desmentir y parar el bulo sino para inmunizar: si un desmentido te llega antes que el bulo hace que la desinformación no la recibas igual. Ya estás preparado para ella”. Pero desmentir cada bulo, por pequeño que sea, tiene también otro beneficio: llenar el ecosistema informativo de datos fiables y contrastados. “El mundo de las percepciones es muy complejo, por ello, como mínimo hay que garantizar que circule y se disemine el mayor volumen posible de información que sea veraz, contrastada, y basada en el conocimiento científico y no en la casuística o evidencia anecdótica”, concluye Moreno.