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La importancia del tamaño
El 20 de mayo de 2019 entró en vigor la nueva definición del kilogramo, la unidad de masa del Sistema Internacional de Unidades, tras su aprobación, en noviembre de 2018, por unanimidad de los 60 países representados en la XXVI Conferencia General de Pesos y Medidas. La nueva definición depende ahora de una constante de la naturaleza, la de Planck. Hasta entonces remitía a un patrón físico, un cilindro de platino-iridio conservado en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, situada en las afueras de París. El kilo era la última de las siete medidas fundamentales del Sistema Internacional cuyo valor aún dependía de un prototipo. Aunque pueda parecer una mera anécdota, la adopción ha supuesto un avance de suma importancia, ya que numerosas actividades, algunas de ellas muy sofisticadas, pero también otras cotidianas y universales, como el GPS, necesitan la máxima precisión en las mediciones. Texto: Mónica Salomone | periodista de ciencia
“Es algo que está debajo de todo, sosteniendo nuestra vida diaria: cuando vamos al supermercado, a la gasolinera... Pero ¡no nos damos cuenta de su importancia!”, dice enfático Emilio Prieto, jefe del Área de Longitud e Ingeniería de Precisión del Centro Español de Metrología (CEM), en Madrid. “Además, es fundamental para el avance de la ciencia”. Se refiere a nuestra capacidad de medir el mundo; de determinar lo que pesan, ocupan y tardan las cosas y los sucesos, y de hacerlo de manera precisa y estandarizada. Damos por hecho, como dice Prieto, que un kilo de lentejas, un litro de gasolina o los 9,58 segundos del récord de los 100 metros lisos son tales aquí, en Lima y en la Antártida. Pero que en efecto lo sean es en realidad un logro de la civilización, el fruto del empeño de muchas personas a lo largo de varios siglos, y está en la base del contrato social.
La economía, el avance tecnológico, la medicina, nuestra visión del cosmos —con su mecánica cuántica reinando a escalas atómicas y subatómicas; con sus ondas gravitacionales; con su relatividad— dependen del poder humano de medir magnitudes de manera cada vez más precisa, y de poder compartir esas medidas con congéneres que conocen su valor. Así que no es extraño, dada su importancia, que el Sistema Internacional de Unidades, abreviado SI, comparta origen con el Estado moderno “Los orígenes del sistema métrico decimal se encuentran en Francia”, escribe en la Revista Española de Metrología Estefanía de Mirandés, física de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas (BIPM, por sus siglas en francés). “A pesar de los repetidos intentos de Carlomagno y diversos reyes posteriores de reducir el número de unidades de medida, en 1795 Francia contaba con más de setecientas unidades diferentes”. La palma, el pie, la vara, el codo... variaban de una ciudad a otra, no tenían relación entre sí y sus divisiones no eran homogéneas. “Todo ello dificultaba enormemente los cálculos en la vida cotidiana, introducía errores y era fuente de engaños”, explica De Mirandés. Los cuadernos de quejas —peticiones cuyo debate solicitaba el pueblo francés a las asambleas de los Estados Generales— “recogían numerosísimas reclamaciones de unidades de medida universales”.
El proceso para escoger estas unidades y determinar su valor con precisión es un relato de aventuras y perseverancia que todavía no ha concluido. Es más, quizás no acabe nunca, porque como afirma Prieto “la investigación no des[1]cansa, y necesita cada vez más precisión, menos incertidumbre”.
Al principio fue el metro
La unidad pionera, la que marca el inicio de construcción de un sistema internacional de medidas, es por supuesto el metro. Oídas las quejas ciudadanas, reunidos los científicos, el 26 de marzo de 1791 nació el metro como la diez millonésima parte de un cuarto del meridiano terrestre, definido este a su vez como un círculo completo alrededor de la Tierra. Quedaba, claro está, la nada fácil tarea de medir un cuarto del meridiano. “Ello dio lugar a una fascinante odisea llevada a cabo por dos expertos en geodesia que recibieron el encargo de la comisión: Pierre-François Mechain y Jean-Baptiste Delambre”, cuenta De Mirandés. Su periplo llevó siete años y fue todo menos aburrido: hubo “arrestos, revocaciones temporales e incluso destrucción parcial de sus resultados geodésicos, ya que sus actividades suscitaban el recelo de la población”, prosigue.

El SI sigue hoy en construcción. Uno de los últimos hitos en el empeño humano por medir la realidad se produjo hace apenas unos años, el 20 de mayo de 2019. Hasta entonces el kilogramo oficial había sido un cilindro de platino e iridio apodado el gran K, conservado desde su creación en 1889 bajo tres llaves en la sede del BIPM, a las afueras de París. Pero ese día el kilo perdió su entidad material, palpable, para convertirse en un concepto, un valor que puede ser hallado cada vez que sea necesario porque solo depende de una constante de la naturaleza, la constante de Planck, abreviada como h.
El kilogramo fue la última de las unidades del sistema internacional en estar definida no por un objeto, sino por un fenómeno físico que genera una medida inmutable a lo largo del tiempo. Son siete unidades —siete pilares que dan soporte a toda la estructura económica, social, científica, médica, tecnológica—, y desde mayo de 2019 todas ellas están definidas a partir de constantes de la naturaleza.
La votación en que representantes de sesenta países se manifestaron a favor de esta redefinición del SI, el 16 de noviembre de 2018 en la Conferencia General de Pesas y Medidas en Versalles, fue “un momento histórico en el progreso científico”, declaró entonces Martin Mil[1]ton, director de la BIPM. “Utilizar las constantes fundamentales que observamos en la naturaleza como fundamento de conceptos importantes, como la masa y el tiempo, nos da una base estable para avanzar en nuestra comprensión científica, desarrollar nuevas tecnologías y abordar algunos de los mayores desafíos de la sociedad”.
El kilogramo, pues, depende de la constante de Planck (h), un valor expresado en una combinación de unidades que incluye la masa. El amperio, la unidad para la corriente eléctrica, está en relación a la carga elemental, la del electrón; el kelvin, para la temperatura, depende de la constante de Boltzmann; el mol, que mide la cantidad de sustancia, utiliza la constante de Avogadro; el metro, la unidad de longitud, se define a partir de la velocidad de la luz en el vacío; y la candela, que mide la capacidad de iluminar de una fuente dada y que es la unidad básica de la fotometría, depende de la radiación monocromática de una frecuencia determinada.
Falta por nombrar el segundo, la unidad de tiempo, que funciona como una unidad para dominarlas a todas. Porque, una vez adscritas las unidades a constantes fundamentales, el segundo interviene en la determinación de todas ellas, con la excepción del mol. Esto quiere decir que las definiciones de la longitud, la corriente, la temperatura e incluso el kilo dependen del segundo. El metro, por ejemplo, se define como la distancia que recorre la luz en el vacío durante una 299.792.458 parte de segundo.
El tiempo es cesio Y, ¿qué es el segundo? Hasta mediados del siglo pasado fue simplemente la fracción 1/86400 de un día, “y el concepto de día se consideraba conocido por todos”, según De Mirandés. El reloj atómico, inventado en 1945, cambió la situación. Basados en el tiempo que tardan los átomos de cesio en cambiar su estado de energía cuando se los bombardea con microondas, los relojes atómicos logran medir el tiempo en attosegundos —la trillonésima parte de un segundo—. Ese grado de precisión permitió descubrir que con la definición tradicional de segundo la duración de un día aumentaba en 1,7 milisegundos cada cien años, así que en 1967 el segundo atómico se impuso: desde entonces un segundo equivale a 9.192.631.770 ciclos de un átomo del isótopo cesio 133, donde cada ciclo corresponde a un cambio de energía atómico. Los relojes atómicos generan hoy el Tiempo Atómico Internacional y son un elemento imprescindible para cosas tan dispares como el GPS y las transacciones económicas globales.
El proceso de redefinición del SI desde luego no es fruto de un capricho. Como dice De Mirandés, “la intención de redefinir el kilogramo respecto a una constante fundamental de la naturaleza ha estado presente en el pensamiento de muchos científicos desde Maxwell [el célebre físico autor de las ecuaciones que describen los fenómenos electromagnéticos], quien así lo expresó en 1870”.
Los metrólogos, que velan por la integridad de las unidades del SI, han buscado para cada una de ellas una constante, sabiendo que así preservan su valor para la humanidad, por los siglos de los siglos. Para muestra, volvamos al kilogramo. Cuando se definió ‘el gran K’ como prototipo se distribuyeron copias suyas a los países firmantes del tratado del metro, y seis de ellas quedaron en el BIPM para compararlas periódicamente con el prototipo. Desde 1889 se han llevado a cabo tres de estas comparaciones.
“En las dos primeras, en 1946 y en 1991, se pudo constatar que las copias habían sufrido variaciones de masa respecto al prototipo internacional, con un valor medio de 30 microgramos”, explica De Mirandés. En cambio, en la última verificación, en 2014, las copias casi no habían variado su masa con respecto a K, lo que podría explicarse por las mejorías en las condiciones de conservación de los prototipos: los microgramos de más o de menos dependen de la manipulación o de la exposición del material al polvo. Pero claro, la ciencia no puede depender de la limpieza de un prototipo.
William Phillips, Nobel de Física e investigador del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología (NIST por sus siglas en inglés) estadounidense, explicó en 2018 en una conferencia en Barcelona cómo se han alcanzado las nuevas definiciones de las unidades. El autor de la correspondiente crónica en el diario El País cuenta que Phillips tomó una réplica del prototipo del kilo y dijo, mostrándola al público: “Si ensucio esto con mis manos, automáticamente pesaréis todos menos. Esto hay que arreglarlo”.
A más precisión, más conocimiento
Bromas aparte, lo cierto es que nadie haría dieta por unos microgramos de más o de menos. Pero la redefinición de las unidades del SI en función de constantes físicas tendrá consecuencias. “Así como la redefinición del segundo en 1967 proporcionó la base para la tecnología que ha transformado la forma en que nos comunicamos en todo el mundo, a través del GPS e internet, los nuevos cambios tendrán un gran impacto en la ciencia, la tecnología, el comercio, la salud y el medio ambiente, entre muchos otros sectores”, proclamó el BIPM al anunciar en 2018 la revisión del SI.
El detector de ondas gravitacionales LIGO capta desde 2012 las vibraciones que producen en el espacio-tiempo algunos sucesos cósmicos enormemente energéticos, como la fusión de dos agujeros negros; pero estas ondulaciones en el espacio-tiempo son tan leves que ni siquiera el físico que predijo su existencia, Albert Einstein, creía que fuera posible percibirlas. En los últimos años LIGO lleva acumuladas numerosas detecciones gracias a que sus instrumentos pueden distinguir variaciones miles de veces más pequeñas que el tamaño de un protón en distancias de varios kilómetros.
Hay muchos más ejemplos de la utilidad de medir con precisión. Emilio Prieto menciona los microprocesadores, los chips, sin ir más lejos: “Tienen componentes de siete nanómetros, algo inimaginable hace poco tiempo, y depende de que podamos medir con esa resolución”. También en la medicina abundan las intervenciones cada vez más exigentes en su finura, como la cirugía de cataratas, recuerda Prieto.
La carrera hacia la precisión no ha terminado. “El próximo cambio que se avecina en pocos años va a ser la definición del segundo”, dice este experto. “Ahora mismo está basada en la radiación del cesio, pero hay unos diez átomos candidatos capaces de dar frecuencias bien definidas, con incertidumbres de hasta de tres y cuatro órdenes de magnitud mejor que el cesio. La realización práctica del segundo, o sea la forma de contar el tiempo, puede que mejore en 1.000, o en 10.000 veces, y como las demás unidades dependen también del segundo, todas mejorarán”. El Sistema Internacional de Unidades ha demostrado ser uno de los pilares del estado moderno y de la economía globalizada. El 23 de septiembre de 1999 quedó clara su importancia también en la era espacial. Ese día la NASA perdió el contacto con su sonda Mars Climate Orbiter, justo cuando debía recibir la señal de su llegada a Marte. La consiguiente investigación reveló la causa: un fallo humano. Uno de los proveedores de la agencia estadounidense aún seguía el Sistema Imperial de unidades. Una nave escacharrada sobre el planeta rojo fue el precio.