CSN De ondas y notas - Alfa 60 Revista Alfa

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Alfa 60

El número 60 de la revista Alfa centra su atención en diversos aspectos de la física nuclear y la seguridad en instalaciones nucleares. Se destacan los estudios sobre neutrones realizados en España y Europa, concretamente en el Centro Nacional de Aceleradores (proyecto HISPANoS) y el CERN (proyecto n_TOF). Además, se conmemoran los 40 años de la Inspección Residente del CSN, cuyo papel ha sido crucial en la mejora continua de la seguridad nuclear en España. También se celebra el 40 aniversario de Enresa, la empresa nacional de residuos radiactivos, resaltando sus logros en el desmantelamiento de centrales como Santa María de Garoña y la gestión eficiente del centro de El Cabril.

Otro tema central es el proyecto ITER, un ambicioso esfuerzo internacional para el desarrollo de la fusión nuclear, analizando sus avances y desafíos. La revista también aborda el proyecto GO-MERES, una colaboración entre el CSN y la Universidad Politécnica de Madrid para simular el comportamiento del hidrógeno en contenciones nucleares. Se incluyen análisis sobre las diferencias entre los elementos combustibles de centrales PWR y BWR, un repaso al proyecto EXradón sobre la exhalación de radón en materiales de construcción, y una presentación del Instituto de Fusión Nuclear Guillermo Valverde. Finalmente, se dedica un espacio a la figura de Werner Heisenberg y su contribución a la mecánica cuántica.

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De ondas y notas

Ciencia y música no son mundos separados. A lo largo de la historia, ambas disciplinas han formado un dúo inseparable que actúa como instrumento para comprender el universo y sus leyes, al tiempo que conmueve lo más profundo del espíritu humano con su belleza.

Texto: Nikole von Appunn

A ojos de los prejuiciosos, las artes y las ciencias pueden parecer materias situadas en polos opuestos. La vida, por el contrario, tiene un foco más generoso. Numerosas expresiones artísticas encuentran firmes cimientos en disciplinas como la física o las matemáticas. Un caso irrefutable es el de La música no solo era un arte placentero, sino un medio para contemplar la perfección divina, donde números y proporciones servían como puente hacia la verdad trascendental. Por la música, hacia Dios la música. No en vano, las armonías que fundamentan una obra musical se basan en patrones reiterados y encadenados. ç

La semilla de Pitágoras

A Pitágoras le corresponden los laureles de ser el pionero en vincular la música con las matemáticas. Al estudiar los sonidos armónicos y su relación con los números enteros, formuló una teoría que sentó las bases de la música como la conocemos. Para ello, en su proceso deductivo, utilizó el monocordio, un instrumento de cuerda divisible en proporciones basadas en el número doce. Tras observar que ciertos intervalos de longitud producían sonidos agradables, estableció los principios fundamentales de la armonía musical. La semilla estaba plantada. La idea de la música como manifestación matemática del orden cósmico fue adoptada posteriormente por Aurelio Agustín de Hipona, a finales del siglo IV. En su obra De Musica, argumentó que los principios matemáticos subyacentes en el ritmo y las proporciones musicales eran expresiones sensibles de las leyes cósmicas. Para él, la música no solo era un arte placentero, sino un medio para contemplar la perfección divina, donde números y proporciones servían como puente hacia la verdad trascendental. Por la música, hacia Dios. Considerado como el último romano y el primer escolástico, san Severino Boecio adoptó y expandió las ideas pitagóricas en su obra De institutione musica. En ella, no solo recuperó la noción de que la música está regida por leyes matemáticas, sino que integró la idea de que la música tiene un efecto sobre el alma humana. Tanto es así, que Boecio la consideraba como un medio para acceder a las leyes del universo y entender la armonía divina que permea la naturaleza. Una herramienta, por tanto, de sabiduría. Johannes Kepler reitera esta representación de la música como expresión de la armonía. En su obra Harmonices Mundi, de 1619, establece una relación entre los intervalos musicales y los movimientos de los seis planetas conocidos en su época. Aunque no creía que estos sonidos pudieran ser percibidos por el oído humano, sostenía que podían ser escuchados de manera metafísica por el alma. Según sus postulados, esta armonía universal es obra de Dios, creador que conecta la geometría, la astronomía y la música de forma perfecta, mostrando cómo estas disciplinas se entrelazan en un sistema ordenado. Aunque su contribución a la teoría musical no fue extensa, René Descartes, en su obra Compendium Musicae, abordó la música como una ciencia basada en proporciones matemáticas, explorando cómo los sonidos generan placer en el alma humana. Inspirado, como tantos otros, por la tradición pitagórica, estudió las consonancias musicales y la relación entre las vibraciones sonoras y la percepción. Así, integró música, matemáticas y filosofía, influyendo en la visión racionalista de las artes y en la conexión entre ciencia y percepción sensorial.

La música es de ciencias

Lo que dilucidaban filósofos y hombres de ciencia, a lo largo de la historia, es una realidad constatable: los patrones matemáticos están profundamente integrados en la música. Las estructuras de escalas, acordes y progresiones obedecen a principios matemáticos, como la proporción áurea, que los compositores emplean para crear piezas equilibradas y agradables al oído, como hacen los pintores y escultores con su arte. Asimismo, conceptos matemáticos avanzados han sido fundamentales para el desarrollo de la teoría musical, como el análisis espectral y la síntesis digital, fortaleciendo el vínculo entre estas materias. Hay más saberes que intervienen en el placer proporcionado, como diría Bach, por un clave bien temperado. La música, en su hondura, es una forma de arte basada en la física del sonido. La acústica, como rama de la física, resulta fundamental para comprender cómo se percibe la música. Los conceptos de intensidad, tono y timbre derivan directamente del estudio de la vibración de objetos y del comportamiento del sonido en distintos medios. Esto ha permitido la afinación precisa de instrumentos y la creación de arquitecturas acústicas ideales. Si las matemáticas iban al fondo, la forma es una cuestión de física. ¿Cómo impacta el trabajo común de las matemáticas y la física –aplicadas al disfrute musical– en el cerebro humano? La ciencia ha investigado de qué manera afecta la música a las emociones. En 2019, un estudio impulsado por investigadores de diversas universidades catalanas y publicado en la revista americana Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) demostró una relación causal entre el nivel de dopamina y el placer al escuchar música: cuanta más dopamina libera el cerebro mientras se escucha una canción, más se disfruta y se quiere volver a escuchar o comprar.

Entre dos aguas

Música y ciencia son amores generosos que no exigen exclusividad a sus devotos. En ocasiones, además, producen curiosos juegos de espejos entre sus participantes. Es el caso de Aleksander Borodin (1833-1887) y de Edward Elgar (1857-1934). Los dos se movieron con soltura en ambos territorios, si bien cada uno plantó la bandera allí donde sus preferencias les fue acercando. Borodin pasó a la historia como uno de los grandes compositores rusos, aunque, en realidad, desarrolló sus trabajos fundamentales en el ámbito de la química, donde fue muy respetado, particularmente por su conocimiento de los aldehídos. También se le atribuye, junto con Charles-Adolphe Wurtz, el descubrimiento de la reacción aldólica, una importante reacción en química orgánica. En su reducido catálogo, destacan tres sinfonías (1867, 1876 y 1886 – inacabada–), el poema sinfónico En las estepas del Asia Central (1880), el Cuarteto de cuerda n.º 2 (1881), célebre por su nostálgico Nocturno, y sobre todo la ópera El príncipe Igor, partitura en la que trabajó desde 1869 hasta su muerte. Inconclusa a su fallecimiento, fue finalizada por Rimski-Korsakov y Alexander Glazunov. También el inglés Edward Elgar alcanzó sus mayores cotas de celebridad como compositor. Su Pomp and Circumstance March No. 1 (1901) es célebre por su grandeza y simbolismo, un must de las ceremonias oficiales en países de habla inglesa. Además, dio rienda suelta a su carácter juguetón en piezas como las Enigma Variations (1899), que destacan por su creatividad, ya que cada variación retrata con sutileza a alguien cercano al compositor, siendo Nimrod la más famosa y conmovedora. Por último, el Concierto para violonchelo en mi menor (1919), una obra cargada de melancolía, captura la desilusión de la posguerra y es una pieza esencial del repertorio de este instrumento. La química, ocupación profesional de Borodin, fue un pasatiempo delicioso para Elgar. Estaba especialmente interesado en los efectos acústicos de las reacciones químicas. Tan entregado estaba a este hobby que, en cierta ocasión, al mezclar fósforo rojo y clorato potásico, produjo una sonora explosión que, obviamente, no entraba en sus cálculos. Su biógrafo, William Henry Reed, describe el incidente de una manera muy gráfica: «...escribiendo las partes de trompa y trompeta, y trazando las de viento madera, un repentino e inesperado estruendo, como el de toda la percusión de todas las orquestas de la tierra, sacudió la sala». Más allá de este atronador tropiezo, tuvo al menos un logro químico que salvó su reputación de químico amateur: el diseño de un aparato para generar sulfuro de hidrógeno, que patentó y llamó «Elgar Sulphuretted Hydrogen Apparatus». 

Ciencia pop

Con la mano en el corazón, resulta obvio reconocer que la inmensa mayoría de músicos, especialmente las leyendas del rock y del pop, construyeron sus carreras por motivos que nada tenían que ver con la ciencia. Así, Bruce Springsteen se convirtió en The Boss con el indisimulado objetivo de impresionar a las señoras y The Beatles tuvieron como acicate, al menos durante sus inicios, la posibilidad cierta de lucrarse de manera desmedida. Otros han gustado de incorporar elementos de temática científica a sus composiciones y, de paso, han creado obras maestras. David Bowie, al que la etiqueta de genio se le quedó pequeña, tuvo en Space Oddity el single que le abrió las puertas al estrellato en 1969. La canción, hoy ya un himno, relata como un astronauta ficticio, el Mayor Tom, emprende un viaje al espacio en solitario y reflexiona sobre la fragilidad de la Tierra mientras examina sus sentimientos de aislamiento y ansiedad. Como la historia rima cuando no se repite, en 2013, el astronauta canadiense Chris Hadfield se filmó a sí mismo cantando este tema, al tiempo que flotaba alrededor de la Estación Espacial Internacional. En materia de excentricidad –y talento– la cantante islandesa Björk no se queda atrás. En algunas de sus hipnóticas letras ha picoteado en los límites de la ciencia, con metáforas que remiten a cuestiones de mayor calado. Valga como ejemplo Cosmogony de su álbum Biophilia, donde explora la creación del universo, con la teoría del Big Bang paseándose por la letra. Sin ser especialmente famoso, la medalla de oro de este palmarés es para el compositor y cineasta John D. Boswell, que en su tema A glorious dawn tuvo los arrestos de tunear muestras de voz de Stephen Hawking y de Carl Sagan e integrarlas en una pieza melódica. Es más, para la primera pista de la serie de vídeos Symphony of Science, utilizó fragmentos de la serie Cosmos: A Spacetime Odyssey, de Sagan, y la serie Stephen Hawking’s Universe para crear un tema poético y educativo.