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Alfa 61
El número 61 de Alfa, está dedicado a reconocer la labor de las mujeres científicas a lo largo de la historia y a analizar las implicaciones del aprendizaje automático en diversos sectores. Este nuevo número, el primero de 2025, destaca la trayectoria de mujeres que, a pesar de los obstáculos y la invisibilización, han dejado una huella imborrable en la ciencia. Además, explora el impacto del aprendizaje automático en la era de la transformación digital. Gracias a algoritmos capaces de reconocer patrones en grandes volúmenes de información, se entrenan sistemas para tomar decisiones o realizar tareas de manera autónoma.
La parte más técnica se dedica a analizar las novedades que presenta el Reglamento sobre instalaciones nucleares y radiactivas (RINR) y otras actividades relacionadas con la exposición a las radiaciones ionizantes. También se aborda una figura introducida en el CSN desde 2019, definida como «comunidades del conocimiento» y entendida como agrupaciones de personas interesadas en una materia técnica específica que buscan la creación de un espacio para compartir y evolucionar el conocimiento.
La radiografía nos acerca los cambios que el RINR también ha introducido en la regulación de las licencias de operador y supervisor. Entre otros contenidos, as páginas de la entrevista están ocupadas por Elvira Moya de Guerra, una de las primeras mujeres en destacar en la física nuclear española, cuyo testimonio sirve de inspiración para futuras generaciones de investigadoras.
¿Qué son los descubrimientos si no se transmiten? El papel de la divulgación en la ciencia
Sin la capacidad humana de comunicarse, la ciencia estaría aislada, reducida a cada cosmos individual. Sin embargo, el ser humano no es homogéneo y su lenguaje tampoco. Los sonidos cambian, los conceptos varían y los idiomas influyen en la comprensión particular de la realidad.
Texto: Isabel Alonso
El Museo de la Evolución Humana, en Burgos, muestra restos hallados en la Sima de los Huesos de Atapuerca con una característica muy particular: corresponden a individuos que no podrían haber sobrevivido en un medio como el de la sierra burgalesa, hace más de 400 000 años, debido a las enfermedades que les aquejaban. Y sin embargo, lo hicieron. ¿Gracias a qué? A que el resto de los componentes del grupo cuidó de ellos.
Este ejercicio de solidaridad constituye, según la antropóloga estadounidense Margaret Mead, el primer signo de civilización de la humanidad, y diferenció a los homínidos del resto de los animales. A partir de aquel momento, una fractura ósea o un avanzado desgaste dental dejaron de ser sentencias de muerte y las sociedades prehistóricas comenzaron a volverse más complejas. Fue entonces cuando surgió el elemento que marcaría el punto de inflexión en el desarrollo humano: el lenguaje. Desde una forma primitiva de comunicación, basada en gestos y gruñidos, evolucionó hasta formar las primeras palabras —monosílabas— que permitieron transmitir el conocimiento de generación en generación y que, según el estudio del arqueólogo británico Steven Mithen, The Language Puzzle (2024), es posible que surgieran ocho veces antes de lo que se creía, en torno a 1,5 millones de años en África.
La evolución lingüística hizo que los primeros humanos tuvieran mayor capacidad de planificación, coordinación y pensamiento complejo, por lo que desarrollaron herramientas más sofisticadas y conceptos abstractos, como los asociados a los ritos funerarios que todavía se pueden intuir en los enterramientos; acababan de convertirse en una sociedad humana, tal como hoy se concibe.
Sin embargo, no era un lenguaje universal ni homogéneo: los factores ambientales condicionaron, en cierto modo, la producción de los sonidos. Es aquí donde aparece el concepto de adaptación acústica. Esta hipótesis, en un primer momento utilizada para estudiar el canto de las aves, plantea que, dependiendo de las características físicas y climáticas del entorno, determinadas frecuencias de onda son más eficaces para la transmisión de sonidos que otras.
Ian Maddieson, investigadora de la Universidad de Nuevo México, concluye que aquellos idiomas que se originaron en selvas, con densidad arbórea importante, tienden a utilizar más sonidos de baja frecuencia y vocales, mientras que los que surgieron en zonas más abiertas, donde las ondas pueden propagarse con más facilidad, utilizan sonidos más agudos y consonantes.
También otros factores ambientales, como la altura, influyen en la frecuencia consonántica y su agrupación en sílabas. De este modo, idiomas como el hawaiano, desarrollado en un clima tropical, es pródigo en vocales, mientras que el georgiano, hablado en zonas montañosas, es rico en consonantes. Otros elementos a tener en cuenta son la temperatura y la humedad. Las características físicas del aire influyen en la transmisión de las ondas sonoras, provocando que en determinados climas unos sonidos se produzcan y escuchen mejor que otros. En 2023, el equipo de lingüistas liderado por Søren Wichmann afirmó que la sequedad del aire frío dificulta la pronunciación de sonidos sonoros, que requieren la vibración de las cuerdas vocales. De forma inversa, el aire caliente tiende a limitar la pronunciación de sonidos sordos. Esto hace que la sonoridad de los idiomas varíe y los índices más altos se den en las lenguas de Oceanía y África, con algunas excepciones que sugieren que los cambios en la sonoridad son muy lentos.
Palabras que dan forma a la realidad
Desde que nacen, las personas están rodeadas de conceptos y palabras que influyen en la forma de concebir el mundo. Tal como afirma la investigadora en ciencia cognitiva Lera Boroditsky, «recibimos fotones a través de los ojos, ondas de presión a través de los oídos, moléculas a través de la lengua y la nariz […]; pero de esos simples estímulos físicos pasamos a reflexionar sobre ideas como la justicia, la verdad, el amor y todo ese conjunto de conceptos complejos. […] el lenguaje [es] esta habilidad para crear sistemas de comunicación complejos, que también son sistemas para el propio pensamiento». De hecho, dependiendo del idioma en el que una persona configure la realidad, su percepción del mundo cambia.
Hace más de dos mil quinientos años, en las costas añiles del Egeo, las musas inspiraron a Homero para narrar la cólera del pélida Aquiles ante las murallas de Troya con una particularidad: su percepción del color no era la misma que se transmite con los principales idiomas que existen en el mundo en la actualidad. Aunque las naves eran negras, el mar era «vino oscuro» y el azul, que tanta importancia cobró en los siglos posteriores –basta citar el precio del azul egipcio en la Antigua Roma o del ultramarino antes de que se pudiera hacer de forma sintética–, no aparece ni una sola vez en la Ilíada o en la Odisea. Como no tenían una palabra específica para definir esa tonalidad, no la diferenciaban de otros colores y solían incluirla dentro del negro. En el caso opuesto está el ruso, que distingue el azul claro del oscuro con dos palabras diferenciadas, lo que provoca que los perciban como colores independientes y tengan mucho más claro dónde acaba uno y comienza el otro.
La capacidad del lenguaje para influir sobre la concepción que cada persona tiene del mundo también afecta a conceptos abstractos, como el «tiempo». En la mayoría de los idiomas europeos, el tiempo se representa de forma lineal, de izquierda a derecha, con puntos que marcan hechos importantes. El pasado es lo que queda atrás y el futuro lo que vendrá. No obstante, eso no es universal. Para los aymaras, una población andina, el futuro es lo que «queda detrás», ya que, como no pueden verlo, consideran que está a su espalda; para los griegos, el tiempo es tridimensional, como una forma que puede llenarse o vaciarse, de modo que sus reuniones no son «breves», sino «pequeñas».
Sin embargo, ¿puede influir el concepto lineal del tiempo en la forma de entender la física? Para Daniel Casasanto, neurocientífico cognitivo, la respuesta es quizá. Los hablantes de inglés, alemán y francés fueron fundamentales en la creación de la física del tiempo, de manera que lo concebían como una flecha que va desde el pasado al futuro, pero las teorías modernas difieren en esta cuestión. La teoría de la relatividad de Einstein hizo que el concepto perdiera la rigidez que le dan estos idiomas y creó un problema que todavía no tiene solución. Tal vez, como aventura Casasanto, «el tiempo como metáfora de la línea ha sido, y sigue siendo, un freno a la física».
Cuando la lengua habla de ciencia
Los descubrimientos no pueden considerarse como tales si no se transmiten, por lo que los procesos comunicativos tienen un papel fundamental para la ciencia. Con el desarrollo científico y tecnológico se hizo evidente la necesidad de contar con una forma de comunicación que permitiera transmitir el conocimiento de manera efectiva: los lenguajes de especialidad. Cada uno de ellos, que en realidad son variantes pragmáticas de la lengua, se refieren a una parte específica del conocimiento. Aunque posean una estructura y cierta información compartida con la legua general, utilizan términos especializados de valor monosémico para evitar la ambigüedad. No obstante, esto no es una garantía total contra la polisemia, ya que en la práctica existen tecnicismos que se aplican a varios campos de especialidad con significados diferentes.
Toda esta complejidad hace que sea difícil comunicar la ciencia si no se atiende a un aspecto clave: su finalidad. No es lo mismo dirigirse a un experto que a alguien ajeno a la materia, por lo que hay que tener en cuenta el contexto comunicativo y elegir el nivel de complejidad que se utilizará según las necesidades de cada situación.
Entender la ciencia es esencial para apreciarla, protegerla y fomentarla, y el lenguaje es el puente que permite que el conocimiento científico llegue a todo el mundo. Por eso, la divulgación cobra especial importancia al permitir que la ciencia no quede restringida a una parte de la población, sino que pase a formar parte del conocimiento humano.