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Alfa 42
Emmy Noether La matemática que cambió el curso de la física
Como tantas otras mujeres que trataron de dedicarse a la ciencia en su tiempo, Emmy Noether tuvo que enfrentarse a los arraigados prejuicios sexistas del mundo académico, y también a los derivados de su condición racial de judía, en una Alemania en la que empezaba a emerger el nazismo. Muchas sucumbieron a las dificultades, pero ella consiguió irlas enfrentando y superando, pese a su persistencia, gracias a su genio. Sus contribuciones matemáticas fueron reconocidas en vida por algunos de los más ilustres científicos de la época, entre ellos Albert Einstein, en cuya teoría de la relatividad trabajó, y David Hilbert, el matemático de mayor reconocimiento en las primeras décadas del siglo XX. Su legado, especialmente el teorema que lleva su nombre, ha tenido una enorme influencia en el devenir de la física del siglo XX.
Texto: Vicente Fernández de Bobadilla | periodista
C uando se repasan las biografías de las mujeres científicas que vivieron y trabajaron durante la primera mitad del pasado siglo, no tardan en surgir unas irritantes características comunes, que se repiten como un patrón en todas ellas. La lucha por acceder a estudios académicos superiores; la conformidad con puestos de trabajo secundarios, muy por debajo de su talento y siempre bajo la tutela masculina; la escasez, cuando no la carencia absoluta, de reconocimiento oficial. Si la biografía pertenece a una mujer judía en la Alemania circundante a los años de la Segunda Guerra Mundial, puede añadirse a todo esto el destierro o la huida hacia otro país donde reconstruir su vida y su obra; al menos, en esto último, no sufrieron ninguna diferencia de trato con respecto a sus colegas masculinos. Emmy Noether (1882-1935) no fue una excepción, aunque sus circunstancias personales le permitieron mitigar algunas de estas experiencias casi obligatorias; la posición acomodada de su familia le facilitó resistir durante años en un puesto profesional sin sueldo, y su aportación a la resolución de la teoría de la relatividad general fue tan sobresaliente que su nombre se impuso sin dificultad como una referencia en los campos de la matemática y la física. Su muerte prematura, cuando estaba todavía en plena posesión de facultades, dejó el regusto amargo de todo lo que todavía habría podido alcanzar en unos años más.
Albert Einstein lo dejó muy claro en la carta que envió a The New York Times después del fallecimiento de Noether; con ella se había ido “la matemática más grande de todos los tiempos”. No fue ni mucho menos el único científico que pensó así. No deja de ser curioso cómo las distintas disciplinas en el mundo científico no son impermeables a las modas ni a las demandas del mercado laboral; las matemáticas, el campo en el que Noether destacó, viven actualmente una edad de oro profesional derivada de la carencia de desarrolladores de algoritmos para la siempre hambrienta industria digital. Hace no demasiados años, se las percibía como confinadas a la investigación y la docencia. Y, cuando Noether llegó a ellas, estaban a punto de vivir una pequeña revolución, donde ella sería, obviamente, uno de los líderes, y que desembocaría en una nueva serie de aplicaciones, entre ellas la mencionada contribución a la teoría de la relatividad, y al mundo de la física en general. Y estremece pensar que todo aquello podría haberse quedado en nada de no haber sido por un puñado de hombres que recurrieron a ella, salvando los prejuicios de la sociedad de entonces y fijándose únicamente en el genio científico que palpitaba en la mente de aquella mujer.
Emmy Noether vivió entre matemáticas desde su nacimiento en Erlangen (Alemania) el 23 de marzo de 1882; su padre, Max Noether, era un reputado especialista en geometría algebraica; su madre, Ida Amalia Kaufmann, era hija de un próspero comerciante. Emmy fue la mayor de cuatro hijos, y aunque dos de sus hermanos se dedicaron también a la ciencia, su apellido se recuerda hoy sobre todo gracias a ella. No cupo duda de que había heredado la vocación paterna cuando, tras concluir su educación formal y obtener un diploma que la habría calificado para impartir clases de idiomas en escuelas de señoritas, decidió cursar estudios superiores, estudiar la carrera de matemáticas y realizar su doctorado bajo la tutela de Paul Albert Gordan, por aquel entonces el mayor experto mundial en la teoría de invariantes (según la cual, el valor numérico de una cantidad no se altera por una transformación de coordenadas). En aquellos años de transición del siglo XIX al XX, era difícil determinar cuál de las tres cosas parecía más inalcanzable. La Universidad de Erlangen parecía la elección más lógica, ya que su padre impartía clases en ella, pero ni siquiera eso era suficiente para admitirla como estudiante, ya que las leyes de la institución vetaban la matriculación de mujeres, que sólo podían asistir a las clases como oyentes, y siempre con el permiso del profesor. La ley fue modificada en 1904, y Noether ingresó ese mismo año; una de las dos mujeres admitidas entre mil alumnos masculinos. Tres años después, se graduó, y se convirtió en la única estudiante femenina de doctorado que tuvo Paul Gordan. Tras la lectura de su tesis en 1908, trabajó en el Instituto de Matemáticas de la Universidad de Erlangen durante siete años como profesora sin sueldo. En esa época comenzó a colaborar con el algebrista Ernst Otto Fischer, y empezó su trabajo en el álgebra teórica, que un tiempo después se convertiría en una de sus principales especialidades. Por su parte, Gordan había quedado tan impresionado por su talento que la recomendó para que la contrataran en la Universidad de Göttingen, una recomendación que no pasó desapercibida para su amigo y colega David Hilbert, quien se había percatado también de sus facultades y consideraba —acertadamente, como luego se vio— que podía aportar una nueva visión para desatrancar las complicaciones a las que se enfrentaban los distintos científicos que trabajaban por aquel entonces en lo que luego sería conocido como la teoría de la relatividad general.
Lo que ocurrió a continuación ha pasado por derecho propio a formar parte de las anécdotas más conocidas y absurdas de la historia de la ciencia, y tiene que ver con el cisma que la propuesta de contratar a Noether desató entre distintos departamentos y profesores; curiosamente, los mayores oponentes se encontraban en las áreas de Humanidades, y se habla de una protesta formal del departamento de filosofía, que argumentaba “¿qué pensarán nuestros soldados cuando regresen a la universidad y encuentren que se les pedirá que aprendan de una mujer?”. A todos ellos opuso Hilbert su famosa contestación según la cual “no veo que el sexo del candidato tenga que ser un argumento para su admisión como privatdozent. Después de todo, esto no es una casa de baños”. Su insistencia consiguió que fuera admitida, aunque no fue hasta 1923 cuando se le concedió el puesto de ayudante de investigación, de nuevo sin sueldo. Esto último no le preocupaba especialmente, ya que su familia podía permitirse mantenerla; en cuanto a la veracidad de su puesto de ayudante, ella misma se encargó de demolerlo sistemáticamente con la brillantez de su trabajo. Con o sin paga, para cualquier matemático con ambición de aprender, Göttingen era, en aquella época, el sitio donde estar. Era uno de los centros de investigación de referencia mundial, donde las mentes más brillantes se afanaban por dar respuestas a nuevos campos científicos que entonces estaban comenzando a atisbarse.
En 1915, Noether comenzó a trabajar con los matemáticos David Hilbert y Felix Klein en la teoría de la relatividad, con el encargo específico de investigar un aspecto de la misma sobre la conservación de la energía. El resultado de su trabajo fueron dos teoremas, que suelen citarse como uno solo; pero las tres simples palabras de su denominación —teorema de Noether— no hacen justicia a todo lo que supuso para las matemáticas y la física de las décadas posteriores (ver recuadro superior). Noether no sólo mantuvo una asombrosa indiferencia hacia las repercusiones de su trabajo, sino que con el tiempo llegaría a aventarlo de su memoria, recordándolo tan sólo como “una bagatela de juventud”. No se trataba tanto de que no fuera consciente de lo que había logrado como de su predisposición natural a no mirar hacia el pasado y lanzarse, tan pronto concluía un trabajo, a por el siguiente desafío. Se tomaba con filosofía su peculiar condición en la universidad, centrándose en su verdadero interés de la investigación por la investigación, y el placer de enseñar y confraternizar. Acostumbraba a pasear por los campos que circundaban la institución con colegas y alumnos, discutiendo y hablando a toda velocidad sobre matemáticas. A veces invitaba a algunos de estos últimos —que no tardaron en ser conocidos como “los chicos de Noether”— a sus habitaciones para degustar un pudding “a la Noether”, que no era sino una excusa para prolongar sus debates hasta bien entrada la noche. No era de extrañar que los mejores estudiantes la quisieran como profesora, ni que expertos de otros países llegaran en número creciente a visitarla en busca de consejo. Poco a poco, se fue convirtiendo en el epicentro de las matemáticas de Göttingen; le faltaba el reconocimiento oficial, pero nunca hubo dudas sobre hasta qué punto disfrutaba del oficioso. En 1923 consiguió por fin el puesto de profesor asociado no numerario y con él su primer salario, pero ya no conseguiría llegar mucho más allá en el escalafón, lo cual acogió con su despreocupación habitual; en cambio, sí hay evidencias de que le molestó de forma notable que su nombre no apareciera en la portada de los Mathematische Annalen, junto con el resto de los colaboradores, una reacción comprensible si se considera que esta publicación universitaria era una de las más reputadas del mundo matemático, y que Noether había trabajado en su edición de forma especialmente intensa, casi como una redactora jefe, también en funciones. Sus trabajos, de todos modos, sí aparecían en su interior con su correspondiente firma, y los expertos internacionales a los que llegaba la publicación sabían dónde buscar y qué valorar. El nombre de Noether seguía creciendo, tanto por su labor incesante como por su clara toma de posición en las corrientes que circulaban entonces en el mundo matemático.
El espíritu curioso y transgresor de la época que con tanta plasticidad se traspasó a la pintura, la música, el cine o la arquitectura, encontró también un resquicio por donde entrar en el mundo de los números. Se trataba de abrir la puerta al desarrollo del álgebra abstracta moderna, desterrando conceptos que llevaban demasiado tiempo calcificados, y allí Noether se convertiría, como escribió un tiempo después el matemático Nathan Jacobson, en el estandarte “gracias a sus trabajos publicados, sus conferencias y su influencia personal en sus contemporáneos”. El final de la década coincidió con la jubilación de David Hilbert, y este nombró como su sucesor al matemático Hermann Weyl, que había sido alumno suyo y había obtenido su doctorado bajo su supervisión. Weyl llegaría a ser uno de los matemáticos más brillantes del siglo, pero en aquel momento, cuando regresó a la que había sido su Universidad, sintió una creciente intranquilidad ante la evidencia de que toda la vida matemática del departamento parecía centrarse en una humilde profesora asociada. “Me sentí avergonzado”, diría después “de ocupar un puesto tan relevante con respecto a ella, de quien sabía que era superior a mí como matemático en muchos aspectos”. Si Noether se había sentido molesta por haber sido, una vez más, despreciada para un puesto que se merecía sobradamente, no se lo hizo saber a su nuevo superior, quien también dijo de ella que era “cálida como una rebanada de pan” y que su corazón “no conocía la malicia”. Además, ya estaban llegando los reconocimientos: en 1928-29 fue profesora visitante en la Universidad de Moscú, y en 1930, enseñó en Frankfurt. En 1932, fue invitada a pronunciar un discurso plenario en el Congreso Internacional de Matemáticos, celebrado en Zurich —uno de los mayores honores a los que un matemático podía aspirar—, y ese mismo año ganó el premio Ackermann-Teubner para la Promoción de las Ciencias Matemáticas, ex aequo con el alemán Emil Artin.
Sin embargo, la malicia de la que carecía Noether estaba empezando a impregnar todas las capas de la sociedad de su país. El progresivo avance del nazismo se hacía notar también en la Universidad, no sólo en forma de presión oficial contra los profesores e investigadores judíos sino también en siniestras anécdotas en el día a día: Ernst Witt, uno de los alumnos predilectos de Noether, había comenzado a asistir a las clases ataviado con uniforme nazi, y otro de los estudiantes, Oswald Teichmüller, que acabaría siendo un brillante matemático, organizó un boicot contra el curso de teoría numérica que impartía Edmund Landau, gritándole en medio de la clase “queremos matemáticas arias, no judías”. Después de que la presión de los nazis obligara a Landau a renunciar, en 1933, Teichmuller se encontró con un problema imposible de resolver y no dudó en solicitar la ayuda de Noether. Si esto suena sorprendente, no lo es menos que Noether accediera a ayudarle con la solución, pero aquí hay que recordar de nuevo las palabras de Wey cuando habló de que “su espíritu conciliador fue un consuelo moral entre toda la bruma de odio, maldad, desesperación y pena que nos rodeaba”. En 1933, el gobierno nazi prohibió a Noether seguir impartiendo clases en la Universidad y se convirtió en uno de los muchos científicos judíos que tuvo la prudencia y la suerte de huir de su país antes de que las cosas pasaran a tener peor cariz. Tuvo dos ofertas, una del Sommerville College en Oxford, y otra, financiada por la Fundación Rockefeller, en el Bryn Mawr College, de alumnado exclusivamente femenino. Eligió la segunda, entre otros motivos por su proximidad a la Universidad de Princeton, que se estaba convirtiendo en el nuevo epicentro mundial en investigación matemática. En Bryn Mawr se reencontraría con su antigua amiga de Göttingen Olga Taussky, quien iniciaría bajo su tutela una carrera académica que la terminaría convirtiendo en la primera matemática de excelencia en Estados Unidos. Taussky no fue la única, ya que no tardó en sustituir a sus “chicos de Noether” por un nutrido grupo de alumnas que se beneficiaron de una de las profesoras más brillantes con las que habrían podido soñar. Y tampoco tardó en entrar en Princeton, donde impartió un curso semanal de conferencias en el Instituto de Estudios Avanzados, al tiempo que continuaba con sus investigaciones. Pero, tras todos los obstáculos que había tenido que superar hasta lograr crearse aquella nueva vida, aún le quedaba uno que se demostraría insalvable: en 1935 se le diagnosticó un tumor uterino del que sería operada a los pocos días, pero como resultado de una infección posoperatoria falleció el 14 de abril.
No tuvieron que pasar muchos años para que se reconociera póstumamente su talento: el mundo académico quedó consternado, ya que, si bien los reconocimientos oficiales de que habría sin duda disfrutado de haber nacido varón, como más altas posiciones académicas y una carrera universitaria mucho más notable, le fueron negados, contaba con un reconocimiento oficioso mucho más destacado. Más frustrante fue el hecho de que falleciera con sólo 53 años de edad, y de todos los descubrimientos que se perdieron con la desaparición de aquel cerebro privilegiado aún en su plenitud. Su cuerpo fue enterrado en el pasillo de los claustros de la Biblioteca M. Carey Thomas, en Bryn Mawr, con una lápida cuya sencillez se ajustaba a la que presidió toda su vida: “E. N. 1882-1935”. Ni siquiera figura su nombre completo, pero este no tardaría en ser citado y reivindicado por muchos de sus compañeros: el matemático ruso Pavel Aleksandrov la calificó como “uno de los seres humanos más cautivadores que he conocido” y resaltó las injusticias que tuvo que soportar en su carrera académica, marcados para siempre por quienes las perpetraron “como ejemplo de un sorprendente estancamiento e incapacidad de sobreponerse a los prejuicios”. Para Einstein, Noether fue “una genuina artista de las matemáticas, además de una investigadora y pensadora de enorme talento”, y muchos años después, en 2004, los físicos Leon M. Lederman y Christopher T. Hill escribirían sobre su teorema que fue “uno de los más importantes jamás probados a la hora de dirigir el desarrollo de la física moderna, posiblemente a la par con el teorema de Pitágoras”. Todavía hoy, los físicos siguen formulando nuevas teorías basándose en el trabajo de Noether. No es exagerado aventurar que muchos de ellos se sienten agradecidos a que su creadora no se dejara vencer por las circunstancias que la rodeaban, y fuera capaz de ir mucho más allá de su destino previsto como enseñante de idiomas para señoritas.