Contenido principal
Alfa 61
El número 61 de Alfa, está dedicado a reconocer la labor de las mujeres científicas a lo largo de la historia y a analizar las implicaciones del aprendizaje automático en diversos sectores. Este nuevo número, el primero de 2025, destaca la trayectoria de mujeres que, a pesar de los obstáculos y la invisibilización, han dejado una huella imborrable en la ciencia. Además, explora el impacto del aprendizaje automático en la era de la transformación digital. Gracias a algoritmos capaces de reconocer patrones en grandes volúmenes de información, se entrenan sistemas para tomar decisiones o realizar tareas de manera autónoma.
La parte más técnica se dedica a analizar las novedades que presenta el Reglamento sobre instalaciones nucleares y radiactivas (RINR) y otras actividades relacionadas con la exposición a las radiaciones ionizantes. También se aborda una figura introducida en el CSN desde 2019, definida como «comunidades del conocimiento» y entendida como agrupaciones de personas interesadas en una materia técnica específica que buscan la creación de un espacio para compartir y evolucionar el conocimiento.
La radiografía nos acerca los cambios que el RINR también ha introducido en la regulación de las licencias de operador y supervisor. Entre otros contenidos, as páginas de la entrevista están ocupadas por Elvira Moya de Guerra, una de las primeras mujeres en destacar en la física nuclear española, cuyo testimonio sirve de inspiración para futuras generaciones de investigadoras.
Maria Goeppert-Mayer y sus números mágicos: un desafío de género
La historia está llena de científicas trascendentales de reconocimiento tardío. Maria Goeppert-Mayer, piedra angular de la física moderna y artífice del modelo de capas nucleares, es un claro ejemplo. A pesar de su brillantez, la academia la relegó durante años al rol de «ama de casa» hasta que, en 1963, el Nobel reconoció su legado. Su vida y obra son testimonio de talento, perseverancia y lucha contra los prejuicios de género. La contribución de Goeppert-Mayer revolucionó la comprensión de la estructura del núcleo atómico y dejó una huella imborrable en la física nuclear.
Texto: Desiré Alija | Fotos: Archivo
Maria Goeppert-Mayer nació el 28 de junio de 1906, en Kattowiz (entonces parte del Imperio alemán y hoy Katowice, Polonia), y fue la única hija de Friedrich Goeppert y Maria Wolff. A los cuatro años, la familia se trasladó a Göttingen, donde Goeppert obtuvo la cátedra de Pediatría. Tanto la situación académica de su padre como Göttingen –uno de los epicentros de la mecánica cuántica– ejercieron una profunda influencia en su trayectoria. Creció en un entorno académico privilegiado, pero que concebía la educación superior como un derecho casi exclusivo de hombres. De ahí que su padre, conocedor de sus aptitudes, inculcara en ella una temprana pasión por el conocimiento. La Georg-August-Universität, más conocida como Gotinga, era uno de los principales centros del pensamiento matemático y físico del siglo XX. Durante su infancia y adolescencia, Maria Goeppert-Mayer estuvo rodeada de algunas de las mentes más brillantes de la época. De hecho, un vecino y amigo de la familia era el destacado matemático David Hilbert. También conoció y absorbió la influencia de Max Born, que llegó a Gotinga en 1921, y James Franck, que se unió poco después. Por tanto, no es de extrañar que desde una temprana edad se sintiera atraída por las matemáticas y soñara con ir a la universidad. Como Göttingen no contaba con una institución pública que ofreciera educación para niñas con aspiraciones académicas avanzadas, en 1921 ingresó en la Frauenstudium, una escuela privada que preparaba a las jóvenes para el examen de ingreso universitario. Sin embargo, cerró sus puertas antes de que Goeppert-Mayer pudiera completar el programa de tres años. Aun así, gracias a su extraordinaria capacidad académica, decidió presentarse al examen de ingreso y fue admitida como estudiante de Matemáticas en la primavera de 1924. Entre sus profesores y mentores estaban nombres fundamentales de la física cuántica, como Werner Heisenberg, John von Neumann, Paul Dirac y Pascual Jordan. Sin duda, se hallaba en el lugar y momento exactos en los que se gestaban las teorías que revolucionarían la comprensión del mundo subatómico.
Talento no remunerado
En 1930, con tan solo veinticuatro años, finalizó su doctorado con una tesis sobre la absorción de dos fotones, un fenómeno que no se verificaría experimentalmente hasta la década de los sesenta, cuando se desarrolló la tecnología láser. Su pionero trabajo en este campo fue reconocido mucho después y confirmó una constante en su carrera: la tardía apreciación de sus contribuciones. Ese mismo año, se casó con el químico estadounidense Joseph Mayer, y se trasladó a Estados Unidos, pero las estrictas reglas de las universidades le cerraron las puertas a un puesto remunerado. En la Universidad Johns Hopkins, donde trabajaba su esposo, Goeppert-Mayer colaboró con varios físicos y químicos y publicó numerosos artículos científicos, aunque sin salario ni título oficial. Esta condición de «profesora voluntaria» la acompañó durante décadas y la obligó a trabajar sin reconocimiento institucional. Entre 1935 y 1945, colaboró con destacados científicos en el desarrollo de la teoría de estructuras moleculares, aplicando principios de mecánica cuántica para explicar la estructura y estabilidad de compuestos químicos complejos. Además, pasó veranos en Alemania trabajando con Max Born, hasta que el ascenso del nazismo le obligó a emigrar a Reino Unido en 1933. A lo largo de estos años, contribuyó con más de veinte publicaciones científicas en distintos campos de la física teórica, estableciendo la base de su posterior incursión en la física nuclear. Durante la Segunda Guerra Mundial, Goeppert-Mayer colaboró en investigaciones vinculadas al Proyecto Manhattan, programa estadounidense para desarrollar la bomba atómica. Trabajó en la separación de isótopos de uranio y el estudio de las propiedades del hexafluoruro de uranio, sin la consideración que recibían sus colegas varones. No obstante, la experiencia le permitió ampliar sus conocimientos en física nuclear, campo en el que desarrolló su mayor contribución. En el Laboratorio Nacional Argonne profundizó en la estabilidad de los núcleos atómicos y surgió su interés por la distribución de protones y neutrones en el núcleo y por las configuraciones que conferían una estabilidad inusual a ciertos isótopos.
El modelo de capas nucleares
A finales de los años cuarenta, Edward Teller, uno de los físicos más influyentes de la época, animó a Goeppert-Mayer a investigar la distribución de los elementos en la naturaleza. Durante su análisis, la científica identificó un patrón recurrente: ciertos números de protones y neutrones dentro del núcleo parecían conferir estabilidad a los átomos. Estos valores (2, 8, 20, 28, 50, 82 y 126), denominados «números mágicos», aparecían con mayor frecuencia en la abundancia natural de los elementos, y no por mera coincidencia. El hallazgo no fue del todo inesperado. El físico francés Walter M. Elsasser ya había sugerido en 1933 la posible existencia de estructuras discretas dentro del núcleo, aunque carecía de datos para respaldar su hipótesis. Goeppert-Mayer, en cambio, disponía de mucha información experimental que le permitió consolidar su teoría. A pesar del escepticismo inicial por parte de la comunidad científica, decidió profundizar en el estudio de los «números mágicos» para entender su origen. Hasta ese momento, se pensaba que los protones y neutrones en el núcleo se movían colectivamente, interactuando de manera compleja con sus vecinos. Los resultados de Goeppert-Mayer evidenciaban, por el contrario, un comportamiento diferente: los nucleones parecían organizarse en capas discretas, de manera similar a los electrones en la estructura electrónica de los átomos. La diferencia crucial radicaba en la naturaleza de la fuerza nuclear, mucho más intensa y de corto alcance que la fuerza electromagnética. Para validar su hipótesis, Goeppert-Mayer recurrió a los principios de la mecánica cuántica. Aplicó la ecuación de Schrödinger al problema nuclear y distribuyó los nucleones en niveles energéticos de acuerdo con el principio de exclusión de Pauli. Sus cálculos iniciales no coincidían completamente con los valores experimentales de los «números mágicos» superiores a veinte y la clave para resolver la discrepancia llegó de manera fortuita, gracias a una conversación con Enrico Fermi. Mientras debatían sobre su trabajo, Fermi le planteó una pregunta de apariencia sencilla: «¿Ha considerado el efecto del acoplamiento espín-órbita?». La científica comprendió de inmediato la importancia de esta interacción, que describía la relación entre el momento angular de un nucleón y su espín. Al incluir este término en sus ecuaciones, corrigió los valores obtenidos y los alineó perfectamente con los números mágicos observados en la naturaleza. La confirmación de su teoría no tardó en llegar. Mientras preparaba su artículo para la revista Physical Review, descubrió que los físicos alemanes, Otto Haxel, J. Hans D. Jensen y Hans E. Suess, habían alcanzado una conclusión similar de manera independiente. Haciendo gala de su excepcional personalidad, Goeppert-Mayer solicitó que su artículo fuera publicado al mismo tiempo que el de sus colegas, pero por cuestiones editoriales su trabajo apareció en un número posterior. Esta desavenencia fortuita sirvió, sin embargo, para estrechar su colaboración con Jensen, que culminó en 1955 con la publicación conjunta del libro Elementary Theory of Nuclear Shell Structure.
Nobel: reconocimiento tardío
El impacto del modelo de capas nucleares fue inmediato y transformador. No solo proporcionó una explicación clara para la estabilidad de ciertos núcleos, sino que también abrió la puerta a nuevas investigaciones en física nuclear y astrofísica. En reconocimiento a su extraordinaria contribución, Goeppert-Mayer y Jensen recibieron el Premio Nobel de Física en 1963. Así se convirtió en la segunda mujer en la historia que recibía este galardón en física, sesenta años después de Marie Curie. El reconocimiento llegó tarde: hasta 1960 no obtuvo su primer trabajo estable y remunerado, como profesora de Física en la Universidad de California, en San Diego, ya con cincuenta y cuatro años. Su legado se extendió a la educación, alentando a más mujeres a optar por carreras científicas en una época en la que la presencia femenina en el ámbito de la física era mínima. En 1966, publicó una actualización de su modelo en la revista Physical Review, que reafirmaba la teoría de capas nucleares. Su esfuerzo por hacer de la física una materia accesible y su voluntad para inspirar a jóvenes científicas fueron determinantes para la inclusión de mujeres en la academia. Poco después, sufrió un derrame cerebral que deterioró su salud, pero siguió enseñando y participando en la investigación científica hasta su muerte, el 20 de febrero de 1972. Décadas después de su fallecimiento, su ejemplo demuestra que la ciencia no es una cuestión de género, sino de perseverancia, pasión por el conocimiento y talento. Su estela es honrada con premios, becas y un elemento químico que lleva su nombre. Es, sin duda, una de las figuras más influyentes del siglo XX.