CSN Geoingeniería - Alfa 63 Revista Alfa

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Alfa 63

La radioterapia avanza hacia el futuro con tecnologías como la protonterapia o la terapia FLASH. Estos tratamientos son el tema de apertura de la entrega de otoño de la revista Alfa que se adentra también en la astrobiología, disciplina que reúne biología, química, física, geología y astronomía para abordar una pregunta fundamental: ¿qué es la vida y dónde puede existir? Alfa apunta, además, hacia algunos de los grandes retos que marcan la agenda internacional: la geoingeniería. El perfil histórico se detiene en esta ocasión en Niels Bohr, figura que revolucionó la física con sus teorías sobre la estructura atómica y la dinámica nuclear, pero también advirtió sobre las implicaciones políticas y éticas de la ciencia. En la entrevista, Alfa charla con Alfredo Poves, maestro de varias generaciones de físicos nucleares y pionero en el estudio del modelo de capas. Las páginas más técnicas de la revista del CSN incluyen un artículo sobre los veinticinco años del Protocolo de la chatarra y hacen balance sobre la renovación de la autorización de explotación de la central nuclear Trillo. 

El apartado de I+D describe el proyecto sobre la caracterización, exhalación y remediación de radón en materiales de construcción (EXRADON), a través de un estudio de la Universitat Politècnica de València. Este número sirve, además, para conocer mejor la labor del complejo de laboratorios de Seibersdorf del Departamento de Ciencias y Aplicaciones Nucleares del OIEA desde su apertura en 1962.

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Geoingeniería

Alternativas para agilizar la carrera contra el cambio climático

El calentamiento global continúa un ascenso que la comunidad científica se esfuerza por controlar desde diferentes flancos. A la reducción de gases de efecto invernadero, el fomento de energías renovables y el control del consumo, acciones en las que Gobiernos, instituciones y población civil llevan años trabajando, se suma un nuevo elemento que, no exento de debate, podría ayudar a ganar tiempo en la lucha contra el cambio climático: las tecnologías de intervención en el clima.

La Organización Meteorológica Mundial sitúa a 2024 como el año más caluroso hasta la fecha. El aumento de la temperatura media mundial respecto a la era preindustrial (1850-1900) se estimó en 1,55 °C, con un margen de error de ± 0,13 °C, lo que significa que, aunque no puede afirmarse con total certeza que se haya rebasado de forma definitiva la barrera de 1,5 °C, por primera vez se ha rozado peligrosamente. Este límite fue fijado en el Acuerdo de París en 2016, y los 196 países firmantes se comprometieron a evitar que fuese superado para mediados de siglo. Aunque la evidencia hace pensar que la situación actual dificulta mucho su consecución, los expertos aseguran que este posible sobrepaso puntual no significa que todo esté perdido. A largo plazo, las cifras aportan un poco más de margen, y el índice de calentamiento global anual se fija en torno a 1,34 y 1,41 °C. Pero evitar que continúe al alza es un imperativo y la comunidad científica cada vez coincide más en que las tecnologías de intervención climática son un complemento necesario a las tareas de reducción de emisiones.

En este contexto, aparecen dos frentes de acción principales: uno, orientado a la captura y almacenamiento de CO₂ (CCS por sus siglas en inglés), y otro, que propone la alteración de la radiación solar que llega a la superficie (SRM).

Descarbonización industrial

Según datos del Global Carbon Budget, las emisiones globales de carbono se encuentran actualmente cerca de las cuarenta gigatoneladas y mantienen una tendencia creciente, contraria al objetivo de la neutralidad de emisiones y motivada, entre otras cosas, por el aumento demográfico. Aunque existen medidas en marcha, los datos evidencian que no son suficientes y aconsejan valorar técnicas artificiales de descarbonización que complementen la transición a fuentes de energía renovables.

En este escenario, la captura y almacenamiento geológico de CO₂ (CCS-carbon capture and storage) es la opción más madura y extendida. La estrategia consiste en capturar el CO₂ generado por instalaciones industriales antes de que sea liberado a la atmósfera y, posteriormente, inyectarlo en formaciones geológicas profundas, normalmente acuíferos salinos situados a más de ochocientos metros de profundidad, donde el gas adquiere estado supercrítico, lo que facilita su almacenaje de manera estable y segura. El primer proyecto de este tipo se puso en marcha en 1996 en Sleipner (mar del Norte, Noruega) y desde entonces se han desarrollado múltiples iniciativas, especialmente, en regiones con intensa actividad industrial. Este enfoque se considera crucial para sectores de difícil descarbonización, como el del cemento, el acero o los fertilizantes, responsables en conjunto de cerca del 20  % de las emisiones globales y cuya descarbonización completa es imposible solo recurriendo al uso de energías renovables.

Aunque mucho más compleja, otra alternativa para la descarbonización que se estudia actualmente es la captura del CO₂que ya está liberado en la atmósfera. Algo que, según Víctor Vilarrasa, profesor de investigación del CSIC en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avan-zados (IMEDEA-CSIC-UIB, se tendrá que valorar tarde o temprano para lograr la descarbonización deseada. No obstante, advierte que «esta variable requiere de mucha más energía (entre 5 y 10 GJ por tonelada de CO₂ según la International Energy Agency) y recursos que la captura industrial, aunque hay diversas investigaciones en marcha para seguir avanzando en optimizarla».

Fertilización oceánica

En los océanos se abre también un amplio campo de actuación con potencial para contribuir a la eliminación de dióxido de carbono de la atmósfera. El mar almacena carbono en una capacidad cincuenta veces superior a la de la atmósfera y entre quince y veinte veces mayor que plantas y suelos terrestres. Dada esta magnitud, explorar mecanismos que refuercen la función natural se plantea hoy como estrategia prometedora para avanzar hacia la descarbonización.

Entre las propuestas más estudiadas se encuentra la fertilización oceánica con hierro, que busca replicar un proceso natural. Tras erupciones volcánicas o grandes tormentas de polvo, el aporte de hierro mineral al agua marina ha generado proliferaciones de fitoplancton, capaz de absorber grandes cantidades de CO₂ durante la fotosíntesis. Al morir o ser devorado, parte de este plancton se hunde en aguas profundas, transportando carbono a zonas donde permanece almacenado. La técnica propone intensificar este mecanismo mediante la adición controlada de hierro en regiones oceánicas pobres en nutrientes.

Los experimentos realizados desde los años noventa han confirmado que el hierro estimula el crecimiento de estos organismos. Sin embargo, persisten incertidumbres sobre su eficacia real como método de secuestro de carbono, ya que las partículas añadidas se oxidan y precipitan con rapidez, y la cantidad necesaria para lograr este objetivo aún no está del todo clara. Para que el almacenamiento sea duradero, el carbono fijado debe alcanzar profundidades superiores a 500- 1000 metros, pasando el horizonte de profundidad de la termoclina principal para evitar que la mezcla invernal le haga regresar a la atmósfera.

Con el fin de avanzar en esta línea, la organización Exploring Ocean Iron Solutions (ExOIS) promueve actualmente un proyecto piloto previsto para ejecutarse en 2026 en el Pacífico nororiental. La iniciativa pretende fertilizar un área de hasta 10  000  km² para evaluar cuánta captura de CO₂ es posible lograr y qué consecuencias tendría sobre los ecosistemas.

Aunque la previsión de resultados es positiva, existen dudas y escepticismos basados en los posibles impactos ecológicos derivados. El exceso de nutrientes en el océano puede alterar la estructura del fitoplancton, favorecer la aparición de especies de algas nocivas y reducir el oxígeno en profundidad, necesario para el resto de vida marina, generando las llamadas «zonas muertas». Además, algunos estudios sugieren que la fertilización podría estimular la producción de otros gases de efecto invernadero como el óxido nitroso, con un efecto climático contraproducente. Por ello, los expertos insisten en que, aunque la técnica resulta prometedora como complemento, no sustituye en ningún caso la reducción de emisiones, y aseguran que es necesaria una mayor inversión en investigación y la creación de marcos regulatorios que aseguren que la ejecución de estas técnicas se realizan con garantías éticas.

Inyecciones en la estratosfera. Imitando a la naturaleza

En cuanto a las técnicas de SRM (solar radiation modification), una de las líneas de investigación más antiguas para intentar disminuir la temperatura terrestre como complemento a la reducción de emisiones se basa en la búsqueda de métodos que aumenten el albedo de la atmósfera, es decir, su capacidad de reflexión. Para lograrlo, la alternativa con más peso pasa por recrear los efectos que se aprecian cuando se produce una erupción volcánica en los trópicos, como la que tuvo lugar en 1991 en el Pinatubo (Filipinas), en la que las emisiones de dióxido de azufre provocaron una reducción de la temperatura terrestre estimada entre 0,14 y 0,37 ºC en el año siguiente. En estos casos, las partículas de azufre alcanzan la estratosfera. Ahí sufren una reacción química que las transforma en nubes que se dispersan por toda la superficie terrestre gracias a las corrientes de aire atmosféricas y reflejan la radiación solar de nuevo hacia el espacio. La idea central de esta propuesta es, por tanto, mantener el planeta en un estado de «posterupción» permanente, mediante la liberación anual de millones de toneladas de aerosoles de este tipo en la estratosfera. El efecto sería una reducción temporal de la temperatura superficial, pero no hay suficiente conocimiento sobre su viabilidad real.

A los desafíos que la comunidad científica debe hacer frente se suma un reto tecnológico. Para lograr un enfriamiento efectivo son necesarios millones de toneladas de azufre, inyectadas a alturas por encima de los veinte  kilómetros sobre los trópicos, y la realidad es que, actualmente, no existe ningún medio capaz de realizar tal hazaña. «Las cantidades de partículas que habría que dispersar son enormes, estamos hablando del orden de varios millones de toneladas anualmente. Está claro que ningún globo o técnica similar, como se ve en ciertas noticias, es capaz de trasladar tales pesos a más de 20 km de altura. La única solución es utilizar aviones, pero los capaces de cargar grandes pesos no llegan tan alto y los pocos que llegan no son capaces de transportar cargas pesadas como la necesaria en este caso. Existe algún concepto previo de cómo deberían ser estos aviones, pero, de momento, no existen. Tendrían que ser desarrollados y construidos todavía, lo que llevaría varios años», explica Juan A. Añel, profesor titular de Física de la Tierra de la Universidade de Vigo e investigador del laboratorio EPhysLab.

Con el objetivo de salvar estas dificultades, en los últimos años se han planteado alternativas al azufre para realizar inyecciones, como la calcita o el polvo de diamante. Sin embargo, su evaluación científica es muy limitada, aunque creciente, y las incertidumbres son aún mayores. Aunque escéptico, Añel señala la necesidad de seguir trabajando para que, poco a poco, vayan eliminando las incógnitas que empañan este tipo de métodos: «No es posible calificar cualquier técnica de intervención sobre el clima como segura. Una cuestión distinta es si podemos enfrentarnos a un punto donde algún tipo de valoración de coste-beneficio haga caer la balanza hacia el lado de la necesidad inevitable de la intervención climática». Para ello, explica, la única solución es aumentar la financiación de la investigación.