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Alfa 46
El gigantesco páramo blanco de la Antártida tiene como habitante a uno de los mayores telescopios del mundo: el Ice- Cube. Este hueco de un kilómetro cúbico excavado a 2.500 metros bajo el hielo consta de unos 5.000 sensores y cumple diez años ahora.
Tras la secuenciación del genoma humano y del proteoma, el interactoma abre hoy las puertas al estudio del comportamiento celular desde otra perspectiva, la cual permitirá comprender enfermedades y hallar nuevos tratamientos mediante la aplicación de nuevas técnicas de nanotecnología y biomedicina.
Además incluimos un contenido dedicado a la luz ultravioleta, invisible a nuestros ojos, pero peligrosa para nuestra piel. La comunicación con la ciudadanía, la transparencia y la necesaria independencia del CSN son algunos de los asuntos que aborda en sus respuestas la consejera Pilar Lucio, protagonista de la entrevista de este trimestre.
El telescopio de los poetas
Los neutrinos son las partículas más comunes y también las más extrañas del Universo. Su abundancia es tal que nos llegan muchos más neutrinos que fotones de luz del Sol, pero son esquivos y atraviesan la Tierra sin perder la compostura a razón de billones de ellos cada segundo. Por eso, casi 70 años después de su descubrimiento todavía sabemos menos sobre ellos que del resto de partículas que componen la materia. IceCube es el telescopio de neutrinos más grande del mundo, está enterrado bajo el hielo antártico, en el mismísimo Polo Sur, e intenta capturar neutrinos de muy alta energía, nacidos fuera de nuestra galaxia, y rastrearlos hasta sus remotos lugares de origen. Se trata de hacer una fotografía del Universo, pero no con fotones, esos temblores de luz, como es habitual en astronomía, sino con esta partícula de naturaleza fantasmal. De momento ya ha demostrado que, bajo su aparente quietud, el Universo brilla en neutrinos.
Texto: Eugenia Angulo | Periodista de ciencia
“Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que es un error”. La quinta noche de las siete que Jorge Luis Borges dedicó en el verano de 1977 a charlar sobre literatura en el Teatro Coliseo de Buenos Aires estuvo dedicada a la poesía. “Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.”
El telescopio IceCube se construyó en la desolación blanca de la Antártida para estudiar unas partículas invisibles y extrañas que viajan, imperturbables, desde las profundidades del espacio: los neutrinos de origen cósmico. Financiado por la Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos y algunos países europeos, y bajo el cuidado de la Universidad de Wisconsin-Madison, IceCube es un telescopio extraño: está formado por 5.160 sensores de luz enterrados bajo la capa de hielo de la Antártida a una profundidad entre 1.500 y 2.540 metros. En total, ocupa un kilómetro cúbico y está muy cerca de la base científica Amundsen-Scott, en el Polo Sur. Es el cazador de neutrinos más grande del mundo. El deber poético de IceCube (el cubo de hielo) es encontrar neutrinos que están ahí, pero se esconden.
Porque sobre estos discretísimos viajeros cósmicos poco se sabe, aunque se les supone una abundancia colosal: varios miles de millones atravesarían nuestros cuerpos cada segundo. De ser visibles, los neutrinos que nos visitan en la Tierra harían que la noche no tuviera fronteras con el día.
“De todas las cosas que componen el universo, la más común y la más rara son los neutrinos”, escribió Frank Close, físico de partículas y antiguo jefe de la división de física teórica del Laboratorio Rutherford Appleton, en su libro Neutrino, la partícula fantasma. “Si tuviéramos ojos para ver los neutrinos, la noche sería tan brillante como el día: los neutrinos del Sol brillan sobre nuestras cabezas por el día y desde debajo de nuestras camas por las noches, y lo hacen con la misma intensidad [...] Son tan esquivas que el simple hecho de que conozcamos su existencia es extraordinario”.
Con una masa que apenas es un soplo, los neutrinos son lo más parecido a la nada, a un chispazo de la imaginación. 65 años después de que los físicos de partículas Clyde Cowan y Frederick Reines demostraran experimentalmente que existen, aún no se ha conseguido medir su masa, aunque se sabe que es muchos órdenes de magnitud más pequeña que las demás partículas subatómicas. ¿Por qué? No se sabe. Los neutrinos tampoco tienen carga eléctrica (de ahí su nombre), de forma que no interaccionan con nada; y en este caso la nada es total: viajan en línea recta desde los lugares en los que nacieron y si se encuentran con un planeta “lo atraviesan como si fueran un banco de niebla”, en palabras de Close. Lo atraviesan, y siguen su camino, imperturbables.
Su desafección les convierte en testigos de los lugares y de los procesos en los que nacieron. “Hasta ahora en astronomía, en astrofísica, se trataba de observar la luz, los fotones. Esta es otra partícula, que proviene de fenómenos en el universo y que nos proporciona información sobre las fuentes de las que vienen”, explica Inés Gil Botella, física en el Departamento de Investigación Básica del Ciemat. Gil participa en el proyecto DUNE, que está construyéndose en Estados Unidos para comprender esta partícula tan ajena al resto y que podría estar detrás de algunas de las cuestiones más acuciantes en física: dónde está la materia oscura, cómo encajan los neutrinos en el Modelo Estándar —la tabla periódica de las partículas subatómicas—, la búsqueda de antimateria...
Los físicos que han dedicado y dedican buena parte de sus vidas a estudiar neutrinos han dejado frases que podrían estar en un poema. Para Frederick Reines, premio Nobel de física en 1995, los neutrinos son “la cantidad de realidad más pequeña jamás imaginada por un ser humano”. Para Close, “fantasmales e invisibles pedazos de la nada”. Haim Hariri, presidente del Instituto Weizmann de Ciencias de Israel, imparte una conferencia famosa titulada: “La física del neutrino es el arte de aprender muchas cosas observando la nada”. Para Inés Gil, “Al final lo minúsculo, una cosa tan insignificante, tiene la llave para abrir puertas más allá”. Y por supuesto, Wolfgang Pauli, quien predijo su existencia a principios de los años 30, así: “He hecho una cosa horrible hoy: he propuesto una partícula que no puede detectarse. Eso es algo que ningún teórico debería hacer jamás”.
En la placenta de neutrinos
El origen de los neutrinos es diverso: algunos se producen en estrellas como nuestro Sol —los neutrinos solares tardan unos ocho minutos en llegar a la Tierra—; los hay terrestres, procedentes de la propia radiactividad de nuestro planeta; y hasta el mismo cuerpo humano los produce. La mayoría son muy antiguos, restos fósiles del big bang que llevan más de 13.000 millones de años viajando por el espacio.
“El Sol es un enorme reactor nuclear de fusión que está produciendo una cantidad enorme de energía y partículas como fotones, es decir: rayos de luz, y neutrinos. Los fotones se producen fundamentalmente en el centro del Sol, y hasta que consiguen salir puede pasar un tiempo enorme porque van interaccionando continuamente. Mientras que los neutrinos que se producen en el centro del Sol salen de forma casi inmediata porque no interaccionan con nada y llegan a la Tierra, llegan antes que incluso la propia luz”, explica Juan Antonio Caballero, director del departamento de Física Atómica, Molecular y Nuclear de la Universidad de Sevilla y autor de Los neutrinos, las partículas elementales que todo lo atraviesan.
El telescopio IceCube está interesado especialmente en los neutrinos de muy alta energía que se producen fuera de nuestro Sistema Solar, en acontecimientos muy violentos y poco conocidos del universo, como las supernovas (estrellas que explotan), y en objetos astrofísicos extraños e inimaginables, como agujeros negros y cuásares.
La trampa en el hielo
Carlos Pérez de los Heros hacía su tesis en física de partículas en el Instituto Weizmann de Ciencias, en Israel, cuando atendió una conferencia que determinaría el resto de su vida profesional. Un físico de la Universidad de Uppsala (Suecia) hablaba de construir un telescopio de neutrinos utilizando el hielo de la Antártida como detector. El proyecto se llamaba AMANDA. Era 1997. Con el discurrir del tiempo, AMANDA desembocaría en IceCube.
Desde finales de los años 70, los físicos que intentaban cazar neutrinos del espacio tenían ya claro que la única forma era esperar a que chocasen con algo. En las raras ocasiones que esto ocurre —que un neutrino se estampe frontalmente contra un núcleo atómico— se produce una fina lluvia de partículas secundarias. Si los choques ocurriesen en medios transparentes, pensaban, esta lluvia de esquirlas subatómicas emitiría al moverse una tenue luz azul llamada radiación Cherenkov, un destello azulado que podría detectarse con sensores de luz. Para tejer la trampa al neutrino se necesitaría entonces un medio increíblemente transparente en el que esparcir sensores ópticos y, para aumentar la probabilidad de que chocasen, que este medio fuera enorme, gigantesco, de un kilómetro cúbico. Construir un kilómetro cúbico de algo es imposible. Afortunadamente, la naturaleza había resuelto esta parte hace miles de años: los océanos, en su vastedad azul, y la enorme capa de hielo que cubre la Antártida podrían atrapar algunos de los neutrinos que chocasen contra sus núcleos de agua.
El primero que lo intentó fue el proyecto DUMAND, a finales de los 70. Un grupo de físicos de las universidades de Hawái y Seattle pasó varios años sumergiendo detectores ópticos a unos 4.500 metros de profundidad en el Océano Pacífico, frente a la costa de Hawái. El proyecto fracasó. AMANDA lo intentaría en el hielo.
Al terminar la conferencia, Pérez de los Heros no sabía aún que pasaría cuatro veranos australes haciendo agujeros y soldando cables en la Antártida como parte de AMANDA, pero dos años después, en la nochevieja de 1999, tomaría las uvas en el Polo Sur. Era su segunda campaña antártica.
“En aquella época era totalmente loco ir allí a hacer agujeros y poner sensores ópticos”, cuenta Pérez de los Heros. “Trabajar allí es duro, más que por el frío, por la altura. Aunque son 3.000 metros, la atmósfera es más fina de lo normal y la sensación de altura mayor. Además, el clima es extremadamente seco. Supongo que los montañeros estarán acostumbrados, yo no lo estaba”. Pérez de los Heros fue el primer español en AMANDA/IceCube aunque siempre afiliado al departamento de Física y Astronomía en la Universidad de Uppsala, donde actualmente también enseña. Lleva 24 años unido a este proyecto y lo ha visto todo: desde el diseño y concepción de AMANDA hasta la construcción de IceCube y sus resultados. También ha dirigido su grupo de búsqueda de materia oscura.
AMANDA se convertiría en el prototipo de IceCube: ambos utilizan la misma tecnología, enterrar sensores en el hielo, aunque IceCube es mucho más grande, tiene más sensores y a mayor profundidad. Durante los meses en la Antártida, Pérez de los Heros y el resto del equipo pasaron turnos de 15 o 20 horas al día en medio de la enorme extensión blanca de hielo sin ninguna protección frente al viento. Solos, junto a una torre de perforación y el agujero. La temperatura en el verano antártico es bastante estable: oscila entre los 30 y 40 grados Celsius bajo cero, aunque durante una tormenta llegaron a –60. A menudo tenían que quitarse los guantes para hacer conexiones entre los módulos ópticos y los cables.
Primer fracaso
En un principio, AMANDA no funcionó como se esperaba. “Los detectores sobrevivieron a estar enterrados a esa profundidad, pero nadie sabía si el hielo de la Antártida era transparente; nadie había bajado a esas profundidades”, explica Pérez de los Heros. Lo primero que hicieron fue colocar cuatro cables con 80 sensores ópticos a una profundidad entre 800 y 1000 metros, el prototipo AMANDA-A. No funcionó, porque a esa profundidad el hielo antártico aún está lleno de burbujas de aire y la luz que se quiere detectar no se propaga. “Es como meter el detector en leche”. Había que bajar más profundo para que la presión del hielo eliminara las burbujas.
“Yo esto siempre lo intento mirar desde el punto de vista de la National Science Foundation (NSF), que a estas alturas ya tenía dos proyectos de detectores de neutrinos que habían fracasado: el de Hawái y el primer intento en la Antártida. Aun así, Francis Halzen, el investigador principal americano, consiguió convencerles de que había que ir más profundo y que a esa profundidad el hielo ya sería transparente”, explica.
Se perforaron entonces 19 agujeros más hasta casi los dos kilómetros de profundidad, en los que se descolgaron 677 módulos ópticos. Funcionó, es decir, demostró que a esa profundidad el hielo era suficientemente transparente y de calidad —de hecho, uno de los papers más citados de este proyecto fue publicado en una revista de geología sobre la medida de las propiedades ópticas del hielo: nadie las había medido a esas profundidades—. Pero también había malas noticias: aunque los detectores funcionaban y detectaban neutrinos, no eran los que se buscaban, aquellos producidos fuera del sistema solar y cargados de muchísima energía.
“Sin embargo, en física un resultado negativo también es interesante a veces. Lo que AMANDA estableció es que el flujo de neutrinos cósmicos era menor que cierto nivel y que entonces se necesitaba un detector más grande. O esperabas muchos años con AMANDA o construías algo mayor para incrementar la probabilidad de detectar los neutrinos. Ahí nació la idea de IceCube. Se han ido mejorando cosas, pero la tecnología es la misma”, explica el físico español.
Y llegó IceCube, el telescopio de neutrinos más grande del mundo, la ventana al universo que se esconde. El deber del poeta. IceCube ocupa un kilómetro cúbico de hielo antártico con 86 cables enterrados a profundidades de entre 1.400 y 2.450 metros. La primera columna de hielo tardó 57 horas en perforarse, con el resto se consiguió rebajarlo a un promedio de 48. Comenzó a construirse en 2004 y tardó siete años en completarse, sin gastar un dólar más del que estaba presupuestado: 279 millones, 242 de los cuales los aportó la NSF. Como AMANDA, cuyos restos duermen inmóviles bajo el hielo, el telescopio de neutrinos IceCube está a un kilómetro de la base estadounidense Amundsen-Scott.
De sus 86 cables cuelgan como guirnaldas 5.160 módulos ópticos digitales o DOMs, el auténtico corazón de Ice Cube. Una vez perforados los agujeros en el hielo, los cables con los sensores tienen que descolgarse de forma ininterrumpida porque para perforar se usa agua caliente que ya no se retira, se congela y hay que dejarlo todo colocado antes de que ocurra. Cuando los detectores quedan enterrados en el hielo no existe forma física de acceder a ellos.
Estos funcionan al revés que una bombilla de casa: en lugar de encenderse al apretar el interruptor de electricidad, cuando la luz de Cherenkov incide contra uno de ellos se ilumina y convierte la señal lumínica en una señal eléctrica que se digitaliza y se manda a través del cable hasta los ordenadores del laboratorio de la superficie. A partir de la hora de llegada y el brillo del destello en cada detector, los investigadores pueden calcular la energía y la dirección de la que procede un neutrino: si su fuente está cerca o habita en el espacio profundo. IceCube manda estos datos por satélite desde el Polo Sur a la Universidad de Madison, en el hemisferio norte, para que lo estudien los científicos de la llamada IceCube collaboration, unos 300 a fecha del verano pasado, de 53 instituciones, ninguna española. Cuando detecta el impacto de un neutrino de alta energía también envía una alerta a la red AMON, de observatorios multimensajeros de astrofísica, de la que también forma parte el observatorio de rayos gamma HAWC, en la ladera del volcán Sierra Negra, en México y el telescopio de rayos gamma Magic, en la isla de La Palma.
Bingo
IceCube lleva diez años operando de forma completa, helado y en soledad. Paciente. Se construyó con dos objetivos básicos: demostrar que a la Tierra llegan neutrinos de muy alta energía desde fuera de nuestra galaxia y tratar de identificar algunas de sus fuentes.
En 2013 la revista Science publicó en su portada una foto de IceCube: había detectado el primer flujo de neutrinos de alta energía procedente de fuera de nuestro Sistema Solar observado, lo que demostraba que el universo emite neutrinos igual que emite luz. “Ahora sabemos que el universo brilla en neutrinos; más que en luz visible o en rayos gamma... Al principio se detectaron dos neutrinos y ahora tenemos ciento y pico. Se detectan unos diez al año, pero cuando detectamos uno es que el flujo es realmente muy alto”, explica Peréz de los Heros.
Cuatro años después, en 2017, IceCube detectó un solitario neutrino que logró asociar al blazer TXS0506+056, un agujero negro supermasivo en el centro de una galaxia a 6.000 millones de años luz. Aunque un solo neutrino pueda parecer muy poco, que se detectase uno quiere decir que pasaron varios millones. Habían transcurrido 21 años desde que se enterrara el primer cable bajo el hielo, casi 50 desde que se empezara a pensar en ello.
En 2019 la NSF aprobó una ampliación de IceCube con la que alcanzaría un volumen de ocho kilómetros cúbicos, un auténtico gigante encerrado en hielo. Su construcción, que plantea instalar 120 cables adicionales equipados con miles de nuevos y más sofisticados sensores de luz, comenzaría en la campaña polar 2022-23 y multiplicaría por diez su tasa de detección de neutrinos cósmicos. Le han llamado Ice Cube Gen 2: la ventana al Universo Extremo.
“Este es un campo en el que uno necesita paciencia y perseverancia. Es jugar a largo plazo. Ahora, cuando encuentras algo, es un descubrimiento fundamental, es la primera vez que se consigue eso. Si quieres te hago una predicción: a IceCube le caerá un premio Nobel tarde o temprano. Es un experimento de categoría Nobel con resultados nuevos. Hemos detectado una nueva forma de ver el universo con neutrinos. Lo ganará”.
Y, como cada año, llegará octubre y empezarán las apuestas para ver qué descubrimiento de la ciencia recibe el premio, el gran premio. “Todos los años, por esos días, un fantasma inquieta a los escritores grandes: el Premio Nobel”, escribió García Márquez. Como prueban los neutrinos, los fantasmas no son solo asunto de poetas. Para el astrofísico John Bahcall, quien no recibió el premio de 2002 por sus trabajos sobre neutrinos solares: “Si usted puede medir algo con suficiente precisión, tiene la posibilidad de descubrir algo importante. La historia de la astronomía demuestra que muy probablemente lo que usted descubra no será lo que estaba buscando. La suerte ayuda”.