CSN Del laboratorio a la mesa - Alfa 56 Revista Alfa

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Alfa 56

La demanda de radioisótopos para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades crece permanentemente en todo el mundo y es el tema de portada de este nuevo número de Alfa. Otro reportaje está dedicado a las convenciones internacionales dentro del mundo nuclear y radiológico, donde juegan un papel importante. también se aborda la producción alimentaria. En este número, analizamos la ciencia ciudadana y la creciente implicación de la sociedad en los proyectos de investigación y la participación en su desarrollo. Dedicamos a Severo Ochoa la sección Ciencia con nombre propio y la entrevista en este número está protagonizada por Nuria Oliver, directora de la Fundación ELLIS Alicante, un centro de investigación sobre inteligencia artificial (IA). La sección Radiografía aborda los efectos de las radiaciones sobre las mujeres gestantes, a partir del documento informativo que el CSN publicó el año pasado sobre embarazo y radiación. Un artículo técnico se aproxima al análisis de accidentes mediante la descripción de las metodologías BEPU (Best Estimate Plus Uncertainties). El otro, trata de los planes de restauración de emplazamientos nucleares y su aplicación concreta a la central nuclear José Cabrera. Por último, la sección CSN I+D, recoge un proyecto de la Universidad de Santiago de Compostela sobre la percepción pública y la información ciudadana sobre el radón.

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Del laboratorio a la mesa

El constante crecimiento de la población mundial, la presión sobre los recursos naturales, la preocupación por las amenazas ambientales (especialmente el cambio climático) y un creciente interés por la salud hace que nos enfrentemos a grandes desafíos alimentarios. Aunque parte de la solución requiere un cambio de hábitos en el consumo, la ciencia lleva años explorando alternativas de producción, como la carne cultivada y fuentes proteicas basadas en algas e insectos. También trabaja en el desarrollo de dietas personalizadas —según los genes, la microbiota particular y el estilo de vida— para prevenir enfermedades y evitar el envejecimiento acelerado. Una evolución del modelo forzado por las matemáticas: no disponemos de más Tierras para alimentar a los más de 10 000 millones de bocas que habrá en el planeta a medio plazo.

Texto: Elvira del Pozo | periodista de ciencia 

Casi 900 millones de personas pasan hambre en el mundo. El equivalente a los habitantes de 20 Españas. Y tiene visos de aumentar de la mano del actual crecimiento demográfico, tan desbocado que hará que haya 10 400 millones de humanos en la Tierra (un 30 % más que ahora), a final de siglo. Naciones Unidas considera que, para alimentarlos a todos, los agricultores necesitarán producir un 60 % más de alimentos, forrajes y biocombustibles. Todo un reto para un planeta que cada año agota antes los recursos que tiene disponibles. El 2 de agosto de 2023, entramos en déficit ecológico, un día antes que en 2022 y cuatro meses antes que en 1970. Necesitamos 1,75 planetas para preservar nuestro actual modo de vida y eso no parece sostenible. 

Actualmente, la agricultura ya copa más del 80 % del agua que se consume en el mundo y es el mayor responsable de la eutrofización terrestre y marina. Además, contamina acuíferos hasta hacerlos imbebibles y provoca la erosión del suelo fértil, base de la alimentación. De entre todos los productos alimenticios, la carne y los lácteos son los que llevan aparejado un mayor impacto ambiental, según un informe del año pasado del Ministerio de Consumo. Se debe a que es “altamente intensivo e industrial, fuertemente dependiente del uso de recursos fósiles, de fertilizantes químicos y de grandes cantidades de agua”, resalta el texto.

Para empezar, la cantidad de tierras necesarias para sostener la industria ganadera es enorme: no solo las directamente utilizadas por los animales, sino que la superficie destinada a producir su alimento supone más del 30 % de la totalidad de los cultivos en todo el mundo, según Pete Smith, catedrático de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural. Este director científico del centro escocés especializado en cambio climático ClimateXChange participó en una reciente revisión científica sobre el tema, promovida por Greenpeace. En ella también aseguraba que “la carne de rumiantes presenta una huella de gases de efecto invernadero hasta 100 veces más elevada que la de los productos alimenticios de origen vegetal”

Parte de la solución pasa por cambiar los modelos de producción ganadera, para hacerlos más sostenibles. Aunque Smith asegura que “la necesidad de reducir la demanda de productos de origen animal es la actual postura científica dominante”, hay una tercera vía que va perdiendo la etiqueta de futurista: crear la carne en el laboratorio. 

In vitro

En 2013, se presentó en Londres la primera hamburguesa cultivada in vitro al módico precio de 330 000 dólares (unos 309 000 euros). Más de un lustro después, en 2020, Singapur permitía la venta de pollo de laboratorio y se convertía en el primer país del mundo en ofrecerlo en sus restaurantes más exclusivos por menos de 30 dólares (unos 28 euros). Ahora, EE. UU. se ha sumado a esta corriente: la Administración de Alimentos y Medicamentos americana (FDA, por sus siglas en inglés) autorizó su comercialización en junio de este mismo año. Y aunque todavía cuesta encontrarla en la calle, el célebre cocinero José Andrés Puerta ha prometido ser el primero en incorporar esta carne al menú del establecimiento que regenta en Washington. La carne cultivada es, en esencia, carne real. Solo que sus células musculares, aunque proceden de un un animal vivo —o de un cigoto del mismo—, no crece en el propio animal sino de manera aislada y asistida, en un recipiente de acero llamado biorreactor. En ellos viven y se multiplican las fibras, suspendidas en un medio acuoso donde tienen disponibles las proteínas, azúcares, vitaminas, sales y grasas que necesitan. Estos componentes son los mismos que le llegarían a través de la alimentación si siguieran formando parte del organismo. 

El proceso inicial de producción de pollo artificial implica la obtención de muestras celulares de un huevo fecundado de gallina. De ellas, se eligen las óptimas para mantener una producción continua de carne, lo que da lugar a una línea  celular específica. Éstas se congelan en un banco de células del que se va extrayendo para su replicación. Tras cuatro a seis semanas, el material se captura, se procesa y se utiliza la impresión 3D para obtener la forma y textura deseada.

Resulta un producto muy similar al tradicional en sabor y textura, y promete requerir hasta un 90 % menos de agua y de energía que la producción tradicional a partir de la cría de animales. También, puede reducir en un 80 % los gases de efecto invernadero, proclaman sus defensores. Entre ellos está el chef español, considerado por la revista Time una de las 100 personas más influyentes del mundo. Puerta forma parte de la junta directiva de la empresa Good Meat, una de las dos autorizadas para la venta de carne artificial en EE.UU. Y como expresa en la web de la compañía, “necesitamos innovar, adaptar nuestra alimentación a un planeta en crisis. Necesitamos crear comidas que alimenten a la gente al mismo tiempo que sostenemos nuestras comunidades y el medio ambiente”.

En ese futurible se dibuja una ensoñación: garantizar la seguridad alimentaria. La agricultura de laboratorio, ya sea de células cárnicas o vegetales, promete reducir la presencia de patógenos y resto de tratamientos, como antibióticos, en lo que nos llevamos a la boca. También, pretende disminuir el riesgo de desabastecimiento al no depender de animales que puedan padecer epidemias, por ejemplo. Sin embargo, hay desafíos a superar, como la reducción de los costes de producción, para que sea accesible a todos. 

Globalizado y energívoro

La agricultura celular no queda exenta de controversia. “El alcance de su contribución a una mejor calidad medioambiental gracias a la hipotética reducción de recursos y de impacto sobre los ecosistemas es dudoso, pues sigue dependiendo de un sistema industrial, globalizado y energívoro, y sigue requiriendo más recursos que la producción de proteínas vegetales”, avisa Cristian Moyano, doctor en ciencia y tecnología ambientales y profesor en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. 

Su promesa de acabar con las desigualdades alimentarias y ofrecer alimentos proteicos para todos también es fruto de debate: “aunque el problema de la desnutrición en el mundo realmente fuera una cuestión de ausencia de alimentos y no de un mal reparto o de despilfarro, vender carne de laboratorio sigue desatendiendo el derecho a una soberanía alimentaria”, señala Moyano en una reciente publicación. Actualmente, según estimaciones del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, la producción alimentaria mundial es suficiente para satisfacer las necesidades de toda la población global, sin embargo, existe un desafío crítico de desperdicio alimentario: más de un tercio no llega al plato. Por ello, recalcan que se necesita abordar no solo la producción, sino también la distribución y el uso eficiente de los recursos alimentarios para garantizar el acceso equitativo a la alimentación. 

Moyano señala que también es discutible que la producción en laboratorio garantice el bienestar animal. El medio de cultivo para el crecimiento de la carne sintética requiere de suero fetal bovino extraído de vacas inseminadas artificialmente o de biopsias del animal vivo. Esto no aporta “ninguna seguridad por el respeto de su integridad”, concluye el también miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital Trueta de Girona.  

Vengan de donde vengan los nutrientes, en lo que sí parece haber consenso es en que la alimentación del futuro va a ser personalizada, con el foco puesto en la salud y la prevención de enfermedades. La ciencia está volcada en establecer la relación causal entre aporte y beneficio, que no es tarea fácil. “A pesar de que numerosos estudios han encontrado asociaciones significativas entre la alimentación y diferentes enfermedades, establecer una relación entre dieta y salud es sumamente difícil. No sólo la medición de la primera es compleja, sino que existe una variabilidad interindividual considerable”, explicaba Dolores Corella, catedrática de Medicina Preventiva y Salud Pública, durante la conferencia plenaria que ofreció el pasado octubre en el congreso científico internacional Lifestyle, Diet, Wine & Health. 

Las personas no responden por igual ante una misma ingesta y esto sucede porque cada organismo transforma los constituyentes de la dieta de manera distinta. Por eso, aunque algunos estudios sugieren que la dieta mediterránea podría asociarse a una menor concentración de glucosa en sangre y a una disminución de probabilidad de padecer un ictus, todavía falta “evidencia científica”, avisa Corella. Por lo mismo que un mismo plato engorda más a unos que a otros. 

Así que el primer escollo está en determinar lo que Corella denomina los “fenotipos dietéticos”, que es la caracterización del individuo en función de cómo metaboliza los nutrientes. Y esto está ligado a la identificación de biomarcadores que delaten predisposiciones en la persona y que puedan medirse a través de un análisis —de plasma, de orina—. “Los primeros que se buscaron se basaron en la genómica”, explica esta pionera de las interacciones genes-dieta. 

La genómica nutricional o nutrigenómica estudia el perfil genético de una persona para identificar variaciones que pueden afectar a la forma en que su cuerpo procesa los nutrientes y que la predispone a padecer ciertas enfermedades, como la obesidad y los fallos cardiovasculares. Por ejemplo, si uno decide hacerse vegetariano, igual le convendría saber antes si posee el gen FADS1. Este es el responsable de que las células produzcan las enzimas implicadas en la asimilación y biosíntesis de Omega-3 y Omega-6, mucho menos presentes en dietas basadas en vegetales en comparación con las omnívoras.. La carencia de estos ácidos grasos afecta al desarrollo adecuado del cerebro, así como al control de las inflamaciones y la respuesta del sistema inmunitario. En el caso de carecer del alelo, tendrá que suplementarse. 

Otro de los factores que toma cada vez más relevancia es la microbiota intestinal, que es la comunidad de microorganismos presentes mayoritariamente en el intestino, que “participa de forma muy activa en el procesado de los constituyentes de la dieta”, explica Juan Carlos Espín, investigador del Laboratorio Alimentación y Salud, del Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura (CSIC). Es tan específica y única en cada individuo que “en un crimen en el que se haya visto envuelto uno de dos gemelos idénticos, un análisis convencional de ADN no delataría cuál de ellos lo cometió, pero sí un estudio de su microbiota”, señala. 

El grupo de investigación de Spin fue pionero hace 20 años en definir los “metabotipos”, que agrupan a todos los humanos en tres grandes grupos -A, B y 0- en función de si son capaces o no de producir ciertas moléculas que son beneficiosas para el organismo”, señala el científico, que ha sido señalado como uno de los 14 españoles más citados a nivel mundial por sus estudios sobre los beneficios de los alimentos vegetales en la salud.

“Uno no engorda solo por una causa. La obesidad, como la mayoría de las patologías y procesos de envejecimiento, es multifactorial”, señala Espín. “Una dieta personalizada, dirigida, pensada en este contexto preventivo de salud, no tiene sentido si no se practica ejercicio, por ejemplo”, enfatiza. En este sentido, el monitoreo continuo del individuo puede ser un gran aliado para recabar información valiosa. La tecnología wearable y las aplicaciones móviles permiten a las personas realizar un seguimiento en tiempo real de su consumo de alimentos, niveles de actividad y otros datos de salud y estilo de vida. Y, gracias a la inteligencia artificial y al aprendizaje automático es posible analizar esta gran cantidad de datos e identificar patrones y tendencias, lo que puede ayudar a crear recomendaciones dietéticas más precisas.

Con un simple análisis de orina, sabemos si una persona puede aprovechar y en qué grado, por ejemplo, los famosos polifenoles presentes en la granada, nueces, fresas y frambuesas. Si tu metabotipo es cero, mala cosa. Pero, para saberlo, todavía falta tiempo: “a día de hoy, ninguna rutina clínica integra estas prácticas de prevención”, puntualiza Espín. Porque se trata de prevenir, no de curar. Como él mismo subraya, “no existen los superalimentos, porque ningún alimento cura: ni quitan el dolor de cabeza ni el de articulaciones”. Para desgracia de impacientes e improvisadores, se trata más bien de que el consumo regular de ciertos alimentos y la práctica de buenos hábitos de vida —deporte, dormir bien...— puede aportarnos un mejor envejecimiento a largo plazo. Y eso, en el mejor de los casos. 

Lo que parece claro es que la alimentación no se limita a la ciencia y la tecnología, sino que también implica la educación y la toma de decisiones conscientes por parte de los individuos. Su evolución futura será una combinación de avances científicos, desarrollo tecnológico, preferencias personales y conciencia de nuestra salud y la de nuestro entorno.